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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: Aquella lejana procesión

 

«Detrás del mundo en el que vivimos, allá al fondo hay otro mundo que mantiene con él una relación similar a la que mantienen, en el teatro, la escena real y la que a veces vemos detrás de ella». (Kierkegaard).

 

¡Cuánto misterio y cuánta magia tienen aquellas imágenes de la infancia que apenas logramos recordar, de las que la memoria sólo nos dejó piezas sueltas e incompletas y que, por tanto, no podemos ser capaces de recomponerlas en su totalidad! Me refiero, en este caso, a un recuerdo vago y lejano, de un Viernes Santo por la plaza del Carbayón. Sólo sé que tenía entonces menos de seis años, sólo sé que aquella función ya se habría acabado, porque lo cierto es que sólo logro rescatar la imagen de unos pocos nazarenos con sus capirotes que pasaron por allí, que ya no iban en procesión. Ya estaban dispersos, o, mejor dicho, dispersándose.

Y he de confesar que, al verlos tan de cerca, aquello me impresionó, me resultó inquietante que sus rostros no pudiesen ser vistos, Y, como ya no estaban en procesión, al menos dos de ellos, iban hablando animadamente. Los perdimos de vista muy pronto.

Éste es el primer recuerdo que tengo de una procesión de Semana Santa, una imagen incompleta que daba cuenta de que el ceremonial ya había tenido lugar, un ‘después de’. Por eso, cuando vi por vez primera en televisión una procesión en toda regla, de algún modo este recuerdo que estoy compartiendo aquí dejó de ser inquietante. Ya no había fugacidad, ya no había sorpresa, ya la cosa cambiaba mucho.

También puedo decir que aquel Viernes Santo el cielo estaba gris y la brisa no era precisamente suave. Y que, en fin, los cines más cercanos a casa, el Campoamor y el Filarmónica, estaban cerrados.

A decir verdad, siempre que me encuentro con una procesión de Semana Santa, bien en plena calle, bien a través del televisor, recuerdo el encuentro del que les vengo hablando.

Acaso sería exagerado por mi parte afirmar que aquello me hizo sentir cierto miedo, pero lo cierto es que, como apunté más arriba, sí que me resultó inquietante. Al fin y al cabo, mis ojos de niño vieron aquello como una mascarada, que pasó a mi lado, cruzándose en nuestro camino de regreso a casa en la plaza del Carbayón. No les veía los ojos, no podía saber si su mirada era amable o mal encarada. Y nadie me había advertido que nos encontraríamos con el final de una procesión.

Pasaron los años. Por Semana Santa, la televisión emitía siempre procesiones. Confieso que no prestaba demasiada atención a aquello, me fijaba en algún detalle y desatendía a lo que se estaba retransmitiendo. También me causaba tristeza ver los cines cerrados, y ello no obedecía a que tuviese especial interés en ver alguna película en concreto, sino al hecho de que muchas de las cosas de la vida cotidiana desaparecían en aquellas festividades.

Pasaron los años. Creo que fue en segundo de bachillerato en el colegio, a los doce años, cuando el día antes de las vacaciones nos pusieron una grabación en la que una voz repetía las palabras de Cristo tras su condena a ser crucificado. Aquella voz tenía como música de fondo lo más característico de las procesiones de Semana Santa. Creo que aquello tuvo lugar en la última clase de la jornada. Y la música que se oía me llevó al recuerdo del que me vengo ocupando. Me di cuenta de que a aquellos nazarenos no sólo les faltaban muchas cosas que formaban parte del ritual, sino también y, sobre todo, la música.

Al salir del colegio, camino de casa en la plaza del Carbayón, llovía copiosamente, bajaban regueros de agua por las calles. Hice una breve parada en el cine Santa Cruz, poniéndome a techo, sobre todo, para contemplar el espectáculo que estaba dejando el chaparrón.

Tras reanudar la marcha, ya a la puerta de casa en la plaza del Carbayón volví a recordar aquel encuentro de la infancia con los nazarenos tras su procesión. Y me reafirmé en lo que había pensado en el colegio en el sentido de que, de haber estado acompañados por la música, mis sensaciones hubieran sido muy distintas. Al día siguiente, saldríamos para Lanio. Y la verdad es que deseaba llegar pronto al pueblo y volver a Oviedo cuando ya hubiera cine.

Pasaron los años con respecto a todos estos lances y puedo decir que nada me acercó tanto a las procesiones de Semana Santa como el poema de Machado cantado por Serrat y que tiene por nombre ‘La Saeta’, cantar de la tierra de don Antonio, que, sin dejar de ser una crítica al modo en que se vivían las saetas, sin embargo, tiene una música de fondo que conmueve.

Pasaron los años y siempre recuerdo la atmósfera triste que se respiraba al lado del Campoamor y del Filarmónica cuando no había cine.

A veces, tocaba esperar con paciencia que llegase el Sábado Santo para que todo se reanudase. Donde no se respiraba tristeza era en Lanio, fuesen los días luminosos o grises, lloviese o no, los juegos no estaban prohibidos.

Nazarenos sin cruz, sin velas, sin pasear ninguna imagen. Nazarenos perdidos tras su procesión y hallados en la plaza del Carbayón. Eso sí, de paso.

Alguna noche, cercana a aquel encuentro, sé que soñé con aquellos nazarenos, sé que los ojos que apenas dejaban verse de alguno de ellos me creaban desasosiego.

La saeta machadiana, cantada por Serrat, tardaría en llegar.

Y en aquellos años de infancia, Oviedo durante la Semana Santa no era una fiesta.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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