«No son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan meticulosamente como el tiempo». (E. M. Cioran).
Para mí, es mucho más que una librería. La abrió Adolfo Polledo en 1928, casado con la hermana mayor de mi padre. Mi infancia y adolescencia están muy vinculadas a este establecimiento que estuvo radicado durante varias décadas en la calle Pelayo. Su cierre me afectó mucho. Más tarde, se reabrió en la calle Covadonga por parte de un nieto del fundador y aquello supuso una continuidad de la que me alegré enormemente. Pero, como se sabe, ya entró en fase de liquidación a la espera de un cierre inminente.
Lo escribí más de una vez: resulta muy doloroso ser testigo de unos tiempos en los que los cines y las librerías apenas tienen sitio en el centro de las ciudades. La globalización y, con ella, sus franquicias. Un mundo en el que apenas hay cabida para pequeños negocios, sobre todo, si tienen que ver con la cultura.
La librería santa Teresa, en la calle Covadonga, no sólo se reabrió, sino que, sobre todo, se reinventó, pues no sólo se podía tomar un café, sino que además se organizaban presentaciones de libros. Se concibió acertadamente en el sentido de que a una librería hay que acudir sin prisas. Pero, aun así, con una reinvención que tuvo un enfoque acertado, el intento duró muy poco.
Y, a pesar de haber cambiado de ubicación, desde el momento mismo en que se puso en marcha este nuevo proyecto en la calle Covadonga, cada vez que iba por allí, sentía la continuidad de aquella empresa familiar que además estaba en manos de una nueva generación.
En este breve periodo de tiempo de la continuidad de la librería Santa Teresa en la calle Covadonga, tuve la oportunidad de presentar mis dos últimos libros, también de asistir a otras muchas presentaciones. No sólo me sentía como en casa por las razones que vengo apuntando, es que, además, sus nuevos dueños consiguieron crear un ambiente agradable para una librería en la que el apoyo a la creación literaria era uno de sus rasgos distintivos.
No faltó la ilusión, ni tampoco el empeño por sacar aquello adelante, dando continuidad a una de las librerías más omnipresentes en Oviedo. Lo que ocurrió fue que el signo de los tiempos se llevó por delante todo.
Cierto es que todo tiene su principio y su fin, que los tiempos cambian y que hay que adaptarse a lo que toca. Pero, dicho esto, me permito insistir en lo que apunté más arriba: ¿No es, como mínimo, preocupante que apenas queden cines y librerías en el centro de las ciudades?
Sin ir más lejos, pensemos en Oviedo. No hay un solo cine en el centro urbano. Y, en cuanto a las librerías, tenemos muy reciente el cierre de Ojanguren, otra librería que tuvo un enorme protagonismo en la vida cultural de nuestra ciudad y que estuvo siempre muy vinculada a nuestra Universidad. Escribo este recuerdo vetustense no sólo desde la tristeza que me envuelve por tratarse de un negocio estrechamente vinculado a mi vida, sino también desde la inquietud que se apodera de mí al ser testigo de lo que vengo diciendo: ciudades sin apenas cines ni librerías, ciudades en las que lo toman casi todo las franquicias, que son todo lo globales que se quiera, pero que van despojando de sabor y personalidad a las ciudades donde se instalan colonizándolas.
Librería Santa Teresa. Al ver a Pedro Polledo es inevitable recordar a su padre, dado el enorme parecido que hay entre ambos. Al recordar a su padre, se agolpan un sinfín de recuerdos de aquella librería en la calle Pelayo, de sus enormes pasillos en el interior llenos de baldas con libros, de las anécdotas que presencié allí y de otras muchas que me contó mi padre, de las noches de Reyes en las que acompañé a mi padre que eran tan especiales y extraordinarias, de las tertulias que allí había fuera del horario comercial, de toda una serie de recuerdos que la memoria rescata.
Ciertamente, es muy distinto adquirir un libro en un establecimiento despersonalizado en el que se pasa por caja con la correspondiente compra, en un establecimiento donde no sólo no se organizan actividades de presentaciones y firmas, sino que ni siquiera hay opción de hablar de libros con los que por allí deambulan.
Al final, estamos ya muy cerca del momento en el que los libreros de siempre desaparezcan, aquellos libreros que también devoraban libros y que compartían sus experiencias lectoras con los clientes. Sin duda, se trata de una tremenda pérdida, de un paso atrás.
¿Cómo no tener presente que la inmensa mayoría de los libros que están en este despacho fueron adquiridos por mi padre y por mí en la librería santa Teresa? ¿Cómo no recordar que mi padre, en sus últimos días de vida, disfrutaba acariciando sus libros, que ya no podía releer, pues la vista ya no se lo permitía?
Y, yendo a recuerdos mucho más cercanos en el tiempo, me complace mucho saber que, como dije más arriba, presenté mis dos últimos libros en santa Teresa, y que, en aquellas presentaciones, además de estar acompañado por las personas que me arroparon con su presencia, lo estuve también por todos esos recuerdos de los que vengo hablando.
En mi última visita a la librería santa Teresa, cuando mi primo me comunicó que cerraban, no pude evitar el mazazo que para mí significó semejante noticia. Al salir de allí, empujado por los recuerdos, me acerqué a la calle Pelayo, necesitaba ver una vez más el lugar donde estuvo la librería durante décadas y revivir tantas y tantas visitas a lo largo de mi vida.
Hay episodios vitales que nos zarandean y, al mismo tiempo, nos reafirman. El cierre de la librería santa Teresa, tras una nueva etapa muy corta, es uno de ellos.