«Al final, lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años». (Abraham Lincolm).
Tenía diez años cuando llegó a casa el primer tocadiscos, que fue comprado en Discoteca, la tienda de discos que había en la calle Toreno cerca de la Avenida de Galicia. Aquel primer tocadiscos tenía el altavoz en la parte interior de la tapa. Y, sin ánimo de caer en contar historias del abuelo Cebolleta, fue, para nosotros, todo un acontecimiento. En casa, desde siempre, había un gramófono que mi madre cuidaba con mucho cariño que aún funcionaba, pero no se puede decir que lo usásemos mucho. De hecho, empezamos a comprar discos, más o menos de nuestro gusto, a partir de que tuvimos este primer prodigio del que vengo hablando.
Era todo un festín poder escuchar discos en aquella tienda, antes de decidir si los comprábamos. También tenía su no sé qué la cartelería que allí podía verse anunciando las novedades musicales, las canciones y grupos de moda.
Confieso que en mi adolescencia, modas aparte, tuve siempre mucha predilección por la canción italiana de entonces. Confieso que era muy tentador ir sin prisa a Discoteca a escuchar música, una música muy distinta que la que sonaba en las emisoras de radio de entonces, dedicatorias incluidas.
Y, andando el tiempo, fue en Discoteca donde escuché por ver primera a Serrat, a Llach, a Batiato, a Brel, a Édith Piaf, a Pink Floyd, a Patxi Andión, a y a toda una serie de grupos y cantantes que tienen un mayúsculo protagonismo en nuestra educación sentimental.
A propósito de Pink Floyd, nunca olvidaré hasta qué extremo caló en mí la canción “Wish you were here”. Lo cierto es que, allí en Discoteca, estando a cubierto y con una temperatura perfecta, no pude no imaginarme, al escucharla, la lluvia y el desasosiego, la melancolía y la nostalgia, un dulce bajón en el estado anímico que me llevaba a desahogos más o menos desgarradores, más o menos balsámicos contra la angustia. Y es que hay canciones que, aun escuchándolas por primera vez, nos transportan a situaciones vívidas y vividas, reales y soñadas, a situaciones en las que nos volcamos dejando en ellas cuanto hay en nosotros, dejando en ellas el hondón que anida en lo más arcano que tenemos y atesoramos.
Discoteca. Canciones de amor, de batallas que libramos a veces contra lo más hostil, a veces contra nosotros mismos, canciones que a veces pusieron letra y música a nuestras vivencias más intensas y memorables. Y allí las escuchábamos por primera vez.
Hubo un tiempo que, al igual que en las librerías, sabíamos de discos y cantantes que no estaban bien vistos por el orden establecido, por los ámbitos oficiales, pero que por allí andaban.
Hubo un tiempo en el que, estando en pubs o discotecas, resultaba muy especial escuchar determinadas canciones, cuyos discos teníamos en casa. Eso sí, en estos establecimientos, la “fritanga” del vinilo no se hacía oír, si bien he de confesar que, de algún modo, se echaba de menos.
Discoteca, el vinilo y también las cintas. ¿Cómo no recordar el momento, ya en plena adolescencia, en el que escuché en el establecimiento del que venimos hablando las primeras canciones del LP de Serrat “Mediterráneo”, auténtica obra maestra, que es todo un clásico y que, por lo tanto, nunca se pasará de moda?
Hablo de un tiempo inmediatamente anterior a lo efímero. Hablo de un tiempo en el que se componían muchas canciones con el fin de perdurar, hablo de un tiempo en el que la música que escuchábamos estaba estrechamente vinculada no sólo a amoríos más o menos febriles, sino también a nuestra rebeldía, rebeldía por lo común muy contenida. Pero el mero hecho de escuchar discos distintos a los que sonaban tanto y tanto en la radio de aquella época ya era un acto de rebeldía propiamente dicho.
También cintas, también cassettes que, en su momento, formaban parte –y muy importante-de las cosas que siempre nos acompañaban en el coche. ¿Cómo no recordar también que, en su momento, fue tecnología punta la posibilidad de grabar cualquier cinta de audio mediante dos radios cassettes conectadas por un cable?
Discoteca. Insisto en que era un lujo escuchar las últimas novedades musicales en aquel establecimiento, aislándolos del mundo gracias a los cascos. Y, por lo común, allí las compras las hacíamos sin prisa.
Siempre tendré presente un sábado por la mañana en 1983, cuando escuché las primeras canciones del disco “Entre Amigos”, de Luis Eduardo Aute. Un repertorio de lujo con Pablo Milanés, Serrat, Silvio Rodríguez, entre otros, unas letras logradas y trabajadas, a veces, con metáforas deslumbrantes. Puedo confesar y confieso que aquel fue el disco que más me emocionó comprar, acaso que más veces escuché.
Vinilo y casetes, hasta que llegaron los nuevos formatos, anteriores incluso a Internet, con todo lo que ello supuso para los establecimientos como Discoteca.
Siempre que paso por allí, por el lugar donde estuvo ubicada esta tienda de discos, mis recuerdos establecen una cita con la música que me acompañó y acompañará siempre, con mi educación sentimental, con el enclave en el que la música y yo sellamos algo que marcará toda una vida.
A veces, pienso en un regalo tan valioso como imposible, es decir, que lleguen a mis manos los cascos de aquellas tienda con los que escuché por vez primera la canción más memorable que compuso Aute: “Al Alba”.
A veces, me pregunto si se pudo dar la circunstancia de que hayan sido los mismos cascos con los que escuche, también allí por vez primera “Wish you were here”, también allí por vez primera ‘Ne me quitte pas’.
Sin duda, como diría Aute, “queda la música”.