“Nada está nunca acabado. Basta un poco de felicidad para que todo vuelva a empezar.” (Émile Zola).
“Todo tu cambiar trocóse en nada/ -¡memoria, ciega abeja de amargura!-/ ¡No sé cómo eras, / yo qué sé qué fuiste!”. (Juan Ramón Jiménez).
A veces, a la hora del vermú, en ocasiones, por la tarde. Con bastante frecuencia, a primera hora de la noche. El Marchica era un establecimiento al que siempre resultaba agradable ir a distintas horas, pues siempre tenía un ambiente apropiado para ello, se comiese o no, se cenase o no.
Mucho antes de que se solemnizase, no sin cierta cursilería, la vida cotidiana, calificando como “evento” cualquier celebración personal o familiar, el Marchica tenía una oferta atractiva, antes y después de cualquier cumpleaños o santoral, simplemente como destino de una cita, como un establecimiento muy céntrico que también servía punto de partida para las horas que quedaban por delante, o incluso como una excelente alternativa para ponerle el fin a un día de estudio o de trabajo, según la edad y las circunstancias.
Recuerdo como todo un acontecimiento el día que “descubrimos” el Marchica Rojo, así lo llamábamos, sin ningún tipo de connotaciones políticas, a pesar de que eran los años en los que la pasión por la política estaba a la orden de día de la inmensa mayoría de las conversaciones.
En efecto, el día que entramos por vez primera al Marchica Rojo fue un sábado a finales de la década de los setenta, la década que en la que para nuestra generación comenzó la adolescencia y concluyó con los primeros años de juventud, la década en la que nos forjamos en gran medida tal como somos a resultas del tal como éramos y estábamos.
Cuando habíamos llegado al momento más interesante de la conversación acerca de nuestras pasiones musicales de entonces, se dio la circunstancia (y la coincidencia) de que entraron en el Marchica Rojo dos personajes muy conocidos del mundo de la farándula de aquellos años. Su atuendo era toda una declaración de principios. Antes de sentarse, echaron un vistazo y sus gestos dieron cuenta de lo enormemente satisfechos que se sentían allí, incluso antes de que les sirviesen lo que deseaban beber y comer.
Durante muchos años tuve la impresión del que el Marchica Rojo era ese establecimiento de Oviedo al que tocaba llevar a los visitantes con la certidumbre de que nadie saldría de allí decepcionado, que aquello gustaba a todo el mundo desde el primer momento.
En una tertulia reciente, alguien me decía que en el Marchica Rojo, se servían también excelentes cócteles a la altura de las exigencias de los más sibaritas. O sea, que lo reunía todo.
Era un sitio confortable y cómodo con una voluntad de estilo llamativa. Tenía una estética, cuya distinción se percibía tan pronto se entraba allí. Era un local que lo reunía todo: el placer de una decoración que llenaba y que además contaba con el añadido de que lo que allí se servía atesoraba una calidad innegable. Allí, por así decirlo, se juntaba todo para sentirse a gusto
Pero, además, en lo que era la sidrería propiamente dicha, tengo la impresión de que mucho antes de que este tipo de establecimientos proliferaran mucho en Oviedo, el Marchica fue también un local pionero.
Nunca olvidaré aquel sábado de marzo de 1981, cuando se vivía la resaca de aquel 23-F sobre el que tanto se sigue escribiendo y especulando. Allí cenamos a cuenta de lo que habíamos cobrado con las primeras clases particulares de latín a domicilio.
Eran muchas las incógnitas que nos planteábamos no sólo acerca de nosotros mismos profesionalmente hablando, sino también sobre el futuro más inmediato de un país que –pensábamos nosotros- ya no iba a renunciar a vivir en libertad.
Era un tiempo en el que, por sorprendente que parezca, ya se empezaba a hablar del desencanto, si bien, en la más pesimista de las hipótesis, nadie llegaba a imaginarse que pudiese llegar a tanto, gobierno tras gobierno, década tras década.
Como era marzo, recordaba que, en más de una ocasión, habíamos celebrado el día del padre, especialmente algún 19 de marzo luminoso, anticipo de la primavera en el que nos forjábamos la ilusión de que el invierno quedase atrás.
A mi padre le gustaba celebrar el 19 de marzo en el Marchica, sobre todo si hacía buen tiempo. Era todo un regalo disfrutar de una jornada festiva que cayese en día de semana. Era todo un acontecimiento pensar en la temporada salmonera que se inauguraba en el río Narcea, con el enorme movimiento que en aquellos años generaba.
Era un punto de partida para un tránsito temporal que iba camino del verano. Era todo un ritual de la estacionalidad comer el día del padre en el Marchica hasta finales de los años setenta, hasta el momento en el que la salud de mi padre se empezó a resentir y, con ello, llegarían las limitaciones a su forma de vida en lo profesional y en lo familiar.
Por eso, también puedo decir que, a propósito de celebraciones familiares y privadas (repito, antes de que tales cosas se llamasen “eventos”, algo que Juan de Mairena nunca hubiese aprobado), el Marchica para mí está muy vinculado al día del padre.
Cuando tuve noticia de su cierre definitivo, viví aquello con nostalgia y tristeza, porque Oviedo salió perdiendo, porque, cada vez que paso por delante de lo que fue el Marchica, me gustaría que siguiese abierto para poder entrar allí, rindiendo homenaje a mi padre y a mi primera juventud.
Sidra espalmando en el vaso, pinchos o tapas excelentes.
Marchica Rojo, encuentros memorables.