“Y en músicos callados contrapuntos/ al sueño de la vida hablan despiertos”. (Quevedo).
Desde hace unos cuantos años, la cita oficial de Oviedo con el libro está en la plaza de Trascorrales. No es una mala ubicación por múltiples razones. Pero, en todo caso, lo importante es esta liturgia de cita con los libros, donde los autores firman ejemplares, donde el público lector forma parte importante de la fiesta, donde los libreros de la ciudad no se miran entre sí como competencia, sino que se encuentran todos ellos en el mismo barco.
Libros que siguen cumpliendo su función, que continúan teniendo un enorme protagonismo, por mucho que la crisis golpee, por mucho que la existencia de otros formatos esté teniendo sus consecuencias, por mucho que estemos en un país donde el porcentaje de personas que no leen siga siendo escandaloso y desolador, lo cierto es que estamos hablando de algo imprescindible no sólo para entretenerse y divertirse, sino también para aprender.
Aunque en toda esta liturgia, haya personajes que sólo compran el libro en la feria para salir en la correspondiente fotografía, aunque haya títulos que, con independencia de que se vendan masivamente, su calidad literaria es menos que nula, los sueños que en los buenos libros se cuentan continúan estando ahí, los sueños y las pesadillas, los fantasmas y las realidades, a veces tenebrosas, a veces portentosas.
El libro, ese objeto que podemos llevar en la mano por la calle, sin necesidad de bolsa que lo oculte, sin peligro de que de repente nos agredan para robarlo, va con nosotros desde el momento mismo de comprarlo, y siempre será un recurso para apearnos de lo cotidiano y sumergirnos de lleno en las ideas, en los acontecimientos, en las sensaciones, en los datos, en los guiños, en las informaciones, en los sentimientos, en todo lo que nos humaniza y puede sacar lo mejor de nosotros mismos.
El libro como instrumento de aprendizaje, como medio de evasión, como atalaya de lo que nunca veríamos si no transitásemos sus páginas.
Año a año, Oviedo tiene su cita con el libro, su liturgia literaria, su ceremonia de homenaje a algo a lo que tanto y tanto le debemos.
Esperemos que esto nunca decaiga y que contribuya a que no se sigan cerrando librerías, a que todo lo que rodea a los buenos libros sea algo más, mucho más, que mercadotecnia.
Borges y su poema de los dones. Cervantes y su despedida de la vida en el ‘Persiles’, Shakespeare y su deslumbrante conocimiento del alma humana. Quevedo y sus diabluras con el lenguaje. Clarín y su prosa cumbre que se forjó en esta ciudad. Al lado de todos los clásicos y modernos, también los nuevos libros que a veces valen –y mucho– la pena.
Tocar un libro, descubrir su olor, asomarse a sus páginas con creciente asombro.
No concibo la vida sin los libros.
¿Y ustedes?