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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

RECUERDOS DE OVIEDO: POR LA CALLE FRUELA

«La tarea del autor es la fundación de una tierra natal espiritual, de una morada espiritual. Puede ser una modesta hornacina con una imagen, o un banco delante del portal, o una casa de campo, o un palacio». (Ernst Jünger). 

Confieso que la segunda lectura que estoy haciendo de la novela ‘Jugadores de billar’, de José Avello, va mucho más allá de un entretenimiento, es de esos libros que, por diversas razones, me está tocando de lleno, tanto por la calidad literaria que atesora como por la historia que se nos cuenta, por cierto, muy de Oviedo.

Pues bien, la calle Fruela de nuestra ciudad es uno de los escenarios más recurrentes de la referida novela. Y, como se sabe, cuando leemos, lo que aparece ante nosotros no son las letras sobre las páginas, sino lo que allí se nos cuenta que nos remite a espacios, reales o imaginados o también imaginarios. Y, en el caso que nos ocupa, se dio la circunstancia de que mis recuerdos y andanzas por esa calle de Oviedo se superpusieron, en más de una ocasión, a los variados –y, a veces, variopintos– lances que suceden en la magnífica novela de Avello.

Y es que hay una travesía muy de Oviedo que parte de la calle Fruela y culmina al final de la calle Uría, en la RENFE. Una travesía céntrica y comercial. Y, en el comienzo mismo de la andadura, lo primero que el viandante se encuentra son zapaterías, mientras que en la calle Uría la variedad de los establecimientos comerciales sigue siendo enorme.

Calle Fruela. Ante todo, zapaterías, o sea que en la referida travesía, uno empieza calzándose al principio y culmina con todo puesto listo para el viaje dejando atrás la ciudad con el viaje que se emprende desde la Estación de la RENFE.

¿Cómo no recordar aquella tarde de octubre de 1976 en la que me detuve un buen rato ante el escaparate de una de las mayores zapaterías de la calle Fruela? Era una década en la que la estética dejaba mucho que desear, como ya escribí en más de una ocasión. Pero, en el caso que nos ocupa, más allá del gusto personal, lo que llamó más mi atención fueron los pares de zapatos de caballero más clásicos y serios, de color negro y con cordones, bastante cerrados para preservar del frío que no tardaría en llegar.

El caso fue que me imaginaba sobre todo a esos hombres serios y sobrios que eran los clientes potenciales de ese tipo de zapatos, que parecían estar destinados a comprarlos y a ponerlos. Hombres serios y sobrios que, por mucho que se cambiasen de ropa, parecían llevar siempre el mismo traje y el mismo calzado, sin apenas variedad.

Fundamentalmente dos colores en los zapatos de caballero, el negro y el marrón, sin grandes variaciones en los diseños.

Eran aquellos años en los que uno todavía pensaba en aquel tiempo, que parecía lejano, en el que ‘sería mayor’, y no sabía muy bien cómo iba a ser yo y cómo llegaría a ser mi estética, pero confiaba en no parecerme, ni siquiera en el aspecto exterior, a aquellos hombres serios, no tanto por su aparente severidad, sino más bien porque me resultaban aburridos, ya que compartían un discurso idéntico, las mismas moralinas, similares consignas y vidas calcadas las unas y las otras.

No, no quería para mí zapatos serios, no sólo en aquel momento, sino para siempre jamás del mundo. Ni me veía ni quería verme trajeado, con la corbata de turno apretándome la garganta. No, no eran modelos a seguir los señores tan serios y sesudos, tan graves, tan carentes de sentido del humor.

Calle Fruela, octubre de 1976, primera hora de la tarde. Por fin, entré en la zapatería. Me gustaron las sillas que había en el establecimiento donde la clientela se acomodaba para probarse los zapatos de turno, también el trasiego de cajas que iban y venían continuamente antes y después de que la gente probase los zapatos correspondientes. Y, por último, la ceremonia final antes de decidirse o no a comprarlos, o sea, la caminata por el local.

Elegí lo que tenía muy claro: unos zapatos informales, pero cómodos, informales en su diseño y en su color, cómodos también y sin cordones.

En aquellos tiempos, no se estilaban las bolsas, sino las cajas, que no solían tirarse a la basura y acababan siendo destinadas a los usos más insospechados hasta el extremo de que no siempre se sabía con certeza qué era lo que podía haber en aquella caja de zapatos que un día había entrado en casa.

Salí con mi caja de zapatos en la mano, camino de casa. En el quiosco de Olegario, compré, como cada día, varios periódicos.

De repente, comenzó a llover de forma torrencial. Me puse a cobijo en el cine Aramo. Me entretuve viendo la cartelera. La calle Uría se había convertido en un reguero. Fue uno de esos chaparrones tremendos por su intensidad, pero, por fortuna, breves.

Fue una pena no haber estrenado entonces mismo los zapatos que acababa de comprar. Sería una prueba inequívoca acerca de su mayor o menor resistencia ante la lluvia.

¿Durante cuánto tiempo se calzó la mayor de la gente de Oviedo en la calle Fruela? ¿Seguirá siendo así?

Calle Fruela. Oviedo en línea recta, donde se adivinan subidas y bajadas, donde la historia de la ciudad se da cita, donde la extraordinaria novela de José Avello hace parada y fonda, donde todo está tan cerca, donde me reafirmé en lo que no quería ser.

Ni parecer.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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