“Sólo poseemos lo que perdemos; acaso es ese el encanto que tiene el pasado. El presente carece de ese encanto”. (Jorge Luis Borges).
La entrevista a Isabel Ruiz de la Peña, publicada en EL COMERCIO, acerca del Oviedo medieval sobre el que disertó la historiadora recientemente en El Manglar, nos pone, en cierto modo, en el punto de partida para hacernos una idea del devenir histórico de nuestra ciudad.
Lo cierto es que, más allá de los tópicos, a veces muy didácticos, acerca de la Edad Media, no resulta fácil hacerse una idea clara de lo que fue el Oviedo medieval, dónde empieza y cuándo concluye. Un antes con hipótesis y dudas, un después, que, a veces, se nos hace demasiado largo.
Oviedo y su Prerrománico, Oviedo y su corte, Oviedo y sus vestigios romanos, Oviedo y sus largos siglos hasta que se pueda hablar de modernidad y de contemporaneidad. O sea, Oviedo y su historia. Oviedo y su intrahistoria.
Resulta muy atractiva estéticamente esa ciudad imaginada, a golpe de hallazgos históricos, con sus monumentos prerrománicos, con sus reyes, en una época histórica muy lejana. Y resulta muy cercana, existencialmente hablando, esa ciudad que dejó de ser corte, donde sus vestigios daban cuenta de un esplendor que se fue apagando, hasta convertir nuestra capital no sólo en una ciudad con sus trabajos y sus días, sino también en una ciudad que recordaba un pasado más o menos glorioso que, inevitablemente, idealizaba, que, inevitablemente, suscitaba nostalgia.
Desde luego, para todos, esto es, tanto para quienes vivimos Oviedo y en Oviedo, como también para quienes visitan, con cierta curiosidad histórica, nuestra ciudad, supone toda una aventura hacer el periplo por los monumentos prerrománicos, por la Foncalada, por la muralla, hacer ese periplo guiados por una documentación o también por personas que atesoren un cierto conocimiento histórico, e ir fabricando la imagen de aquello que fue, de aquello que fuimos.
El Trono y el Altar, dualidad tan propia de aquellos tiempos, también de épocas posteriores, viendo en los monumentos prerrománicos no sólo lugares de culto, no sólo enclaves de una religiosidad que se ofició tiempos atrás, sino también la vida social y política que había alrededor de ellos.
Desde luego, recorrer lo que queda de la muralla, como un ejercicio en el que intentásemos ver dónde estaban los límites, qué se quería resguardar, qué bullía por su interior, también resultaría un periplo apasionante a poca inquietud histórica que se tuviese.
Y si, en un momento dado, vamos a parar a la Foncalada, la contemplación de toda una estética alrededor de una necesidad como es el agua, contemplación con el interés añadido de que estamos fuera de cierto circuito histórico- artístico, esa contemplación daría como resultado tener ante nosotros un material de primer orden para forjarnos una idea de lo que fue la vida entonces, una idea que esta vez sería mucho menos metafísica que todo lo anterior.