«El hombre ético, en cambio, es capaz de buscar respuestas mediante el conocimiento, procura el control de su mente en pos de un pensamiento de nivel elevado que le dé razón a su existencia». (Kierkegaard).
Cada vez que atravieso un puente y no fluye un río por debajo, se me hace extraño, me sorprende. Tal vez ello obedezca a que soy ribereño del Narcea, o es posible que la mencionada sensación la tenga casi todo el mundo. Pero, en el caso que nos ocupa, cuando dejamos atrás el puente y nos situamos ya en la calle Tito Bustillo, lo cierto es que el hecho de que haya vías férreas debajo me sorprende menos, acaso sea por mi condición de literato y de profesor de literatura. Y es que si el río es el camino, si cada una de nuestras vidas es un río según el gigantesco hallazgo del poeta Jorge Manrique, las vías del tren también son camino, también las transitamos, real y metafóricamente, a lo largo de nuestra existencia.
Hacer la travesía de un puente o de una pasarela y, en un momento dado, detenerse, mirando lo que hay debajo, en este caso vías, en este caso, en ocasiones, trenes en marcha que abandonan la ciudad o que llegan a ella.
Tras esa travesía, en el caso que nos ocupa, llegamos a la calle Tito Bustillo. Es como la otra orilla del centro del Oviedo, larga orilla si tomamos como criterio el tamaño de nuestra ciudad. Es la otra orilla y, además, desde allí, se puede acceder también al Naranco.
Y, nada más pasar al otro lado, esas escaleras que van camino, entre otros lugares, de la iglesia de San Pedro de los Arcos. Y, a la izquierda y a la derecha de esas escaleras, lugares donde se pagan multas, cafeterías que cuentan con terrazas muy agradables.
Una calle pequeña que no sólo es un sitio de paso, que también lo es, sino también un lugar agradable donde pasar un tiempo, incluso donde vivir.
Lo cierto es que siempre que estuve en la calle Tito Bustillo tuve la sensación de que, siendo una vía pública pequeña, va mucho más allá de lo que se entiende por un lugar de paso, pues también logra ser acogedora, atopadiza.
Y no sólo cafeterías, también libros, tanto en el recuerdo como en el pasado. Recuerdo que durante muchos años en uno de los bajos de un edificio de la calle Tito Bustillo estaba, por así decirlo, el almacén y las oficinas de una de las grandes editoriales españolas. Iba por allí con relativa frecuencia a por las novedades literarias que me interesaba reseñar, y nunca olvidaré que, al final de aquella especie de almacén, desde sus ventanales también se podía contemplar las vías ferroviarias de la RENFE.
¡Qué encanto tenía aquello a última hora de la mañana, tras salir del colegio donde trabajaba, yendo por allí en busca de libros que me interesaba recensionar! ¡Qué encanto tenía también contemplar el movimiento de trenes con algunos libros en la mano!
Calle Tito Bustillo. En ocasiones, a primera hora de la tarde, si el tiempo era benigno, también se trataba de un excelente lugar para sentarse en un banco, libros en mano, comentando lecturas, o, simplemente, charlando.
En su momento, casi al lado de las agradables terrazas de las que vengo hablando, la librería Reconquista abrió al público en esta calle. Y –fíjense ustedes– no es un placer pequeño comenzar la lectura de un buen libro con un café o refresco al lado, de espaldas al Naranco, y, si se tercia, añadir a todo eso el poder disfrutar de un interesante intercambio de pareceres con alguien que nos acompañe en tan delicioso momento.
Calle Tito Bustillo. También hay que decir que el nombre de la calle es pintiparado, si se tiene en cuenta, entre otras cosas, que, de alguna manera, hasta allí baja el Naranco, que, en Oviedo, es mucho más que paisaje, es historia, es arte, es patrimonio cultural de la humanidad, es también intrahistoria de muchas gentes carbayonas.
Calle Tito Bustillo. Si la memoria no me falla, la librería Reconquista en 1990 acababa de abrirse, o llevaba poco tiempo funcionando. Allí me entregaron para reseñar una biografía bastante rigurosa sobre Fidel Castro, rigurosa y, para lo que estamos acostumbrados, bastante objetiva, ni era un panegírico, ni tampoco dejaba al margen lo que en su momento tuvo de gloriosa aquella revolución que, andando el tiempo, tanto iba a desilusionar.
Como ahora, ya estábamos a final de curso, a finales de junio. Era un día de semana al final de la jornada docente. Y, antes de abrir aquel libro, recordé las últimas páginas de una de las mejores novelas escritas en castellano en el siglo XX, ‘La Consagración de la Primavera’, de Alejo Carpentier.
Hacía calor, lucía el sol. Antes de abrir el libro, pensé en el fracaso del sistema soviético, en los atropellos contra la libertad de aquel siglo al que le quedaba una década de vida, pensé también en cómo se había desmoronado el llamado socialismo real, muros que se cayeron incluidos, muros muy bien caídos.
La historia nos había pillado desprevenidos. La historia tocaba a su fin, según llegaría a decir un falso profeta.
Camino de casa, me asomé a las vías de la RENFE. Salía un tren para Madrid, creo que era un Talgo. Y los trenes de cercanías se iban llenando de gente.
Llegaba a Vetusta la hora de la siesta. La hora sexta.