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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: El kiosco de la Chucha

«La vida es un ovillo que alguien ha enmarañado. Hay un sentido en ella, si estuviera desenrollada y extendida o bien enrollada. Pero, tal cual está, es un problema sin ovillo propio, un enredo sin saber muy bien dónde». (Pesoa).

Para nosotros, los kioscos tenían siempre sorpresas reservadas, sobre todo, en las chocolatinas que llevaban cromos. Para nosotros, los kioscos significaban encuentros con la diversión y la aventura, es decir, con los tebeos y con los comics de entonces como ‘El Capitán Trueno’. Para nosotros, los kioscos eran establecimientos que en su mayoría estaban regentados por personas cómplices, que sabían lo que queríamos y que, en el acto de la compra, acertaban con el comentario justo con su no sé qué de complicidad.

Tengo escrito en más de una ocasión que el Campo de San Francisco de Oviedo no sólo forma parte de la memoria de todas las personas que hemos hecho nuestra vida en la capital carbayona, sino que además muchos de sus rincones se corresponden con una edad muy determinada.

En el caso que hoy aquí nos trae, puedo decir que me retrotrae, por un lado, a todas las épocas en tanto paseante del Campo de San Francisco, pero, en el caso específico del kiosco de La Chucha, la infancia es omnipresente, la infancia y, también, las vísperas de la adolescencia, entre los diez y los trece años.

Mi primer recuerdo del kiosco de La Chucha es el de un día nublado en septiembre. Si la memoria no me falla, no muy lejos de este kiosco estaba la mona Coca en una jaula, aunque la imagen que rescato es muy borrosa por la lejanía en el tiempo.

Lo cierto es que allí nos compraron caramelos, seguramente porras, y que, mientras dábamos cuenta de ellas, nos acercamos a ver a Coca, que se movía sin cesar dentro de su jaula. Era la primera vez que veía a un animal de su especie fuera del cine, tan de cerca. Sin embargo, como había más niños por allí que no permitían una observación muy clara, una vez más, me abismé en mis cosas mientras degustaba la porra, hasta que casi la acabé.

Comprar chucherías en el kiosco de La Chucha a la salida del colegio por las tardes y beber agua a continuación en la fuente del Caracol. Todo ello, previo paso por el palomar. Todo ello, formando parte de una rutina agradable.

A veces, con ganas de llegar a casa y divertirme con el tebeo de turno tras la merienda. A veces, haciendo descansos en algún banco del Campo de San Francisco, mientras comíamos las chucherías de turno.

Así pues, dos épocas claramente diferenciadas. Primero, en la edad en la que íbamos con alguien de la mano. Más tarde, en los años de colegio, ya con cierta autonomía, comparado con lo anterior. Y el kiosco de La Chucha siempre estaba allí.

Cuando llovía, en el momento de comprar, manteníamos la cabeza a techo; cuando hacía sol, aquello protegía, cuando el frío era fuerte, teníamos la sensación de alivio. Y, sobre todo, el acto de comprar era siempre muy placentero, adelantándonos a lo que íbamos a saborear, a coleccionar o a leer.

Aquello, hay que reconocerlo, no tenía la magia de la ruleta del bidón de los barquilleros, pero aquello quedaba compensado con el hecho de que atesoraba cosas que nos encantaban, que daban vida a nuestra imaginación.

Kiosco de La Chucha, referencia inolvidable para generaciones de ovetenses, también para los más mayores en tanto compraban cosas a los niños a los que acompañaban.

Antes de que los grafitis, la invadiesen, antes de que se remodelase y repintase en los últimos años, creo recordar que el color de aquellas maderas era otro y, sobre todo, que se trataba de un kiosco funcional, sin barnizados chillones acordes con la estética que se apoderó de la ciudad en los últimos años.

Una bolsa de pipas, de cuyo precio podemos y queremos acordarnos, en determinadas circunstancias podía dar mucho de sí, no porque su sabor fuese una delicia, que, al menos para mí, no lo era, sino por el tiempo que tardábamos en consumirla. El ritual de una conversación en un banco del Campo de San Francisco, mientras dábamos cuenta de las pipas, era agradablemente cotidiano.

Venir del Palomar y, al terminar ese camino, allí estaba el kiosco de La Chucha. A aquellas horas de la tarde, casi siempre había alguien comprando, pero nunca las esperas se nos hicieron interminables.

Un kiosco –insisto– inolvidable, de un tiempo en el que las sorpresas estaban garantizadas, de un tiempo en el que aquello que coleccionábamos era algo muy querido, como un tesoro, de un tiempo en el que las chucherías no eran lo esencial, sino el hecho de degustarlas en compañía.

Cada vez que veo el kiosco de La Chucha, un sentimiento agridulce se apodera de mí, buscando al niño que fui y suspirando al recordar aquello con lo que soñaba, aquello que imaginaba, todo ello dentro de un periodo en el que la vida aún no nos había empezado a golpear.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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