«A veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas». Marcel Proust.
Primeros años setenta. De aquélla, el actual IES Aramo era conocido como el Instituto Femenino. De aquélla, frente a la institución docente que aquí nos trae, no se habían construido el actual edificio de las consejerías, ni la Audiencia provincial, ni tampoco el Centro Cívico. Todo aquello era un enorme ‘prao’, aunque, eso sí, se daba por hecho que tenía los días contados, que se iba a edificar casi todo, como así fue.
De aquélla, sin embargo, ya había mucho movimiento de gente alrededor del Instituto Femenino que no sólo lo generaba el centro docente, sino que además también daban mucha vida a la zona las facultades de Biología y Geología, y, en fin, era un lugar de paso para un barrio de Buenavista que entonces vivía días de rosas.
Septiembre de 1974. Aún no habían empezado las clases. De aquella, en lo que entonces se conocía por Enseñanza Media, el curso académico no comenzaba hasta octubre. Sin embargo, había mucho movimiento por aquellos lares. Si los recuerdos no me juegan una mala pasada, me atrevería a asegurar que en aquella acera ya estaba aquella superficie rugosa, ya se veían aquellas pequeñas piedras que, sin entrar en valoraciones estéticas, tenían su toque de originalidad en aquel tiempo en el que la inmensa mayoría de las aceras dibujaban, para entendernos, onzas de chocolate, nada comestibles, por cierto.
El verano acababa de concluir y teníamos muy dentro determinadas canciones que nos remitían a momentos memorables, a momentos que habían quedado grabados muy hondamente en nosotros. Y lo cierto es que no pequeña parte de aquellas canciones no tenían una letra excepcional por su calidad: lo que nos había quedado grabado hasta en las entrañas era, más que su música, su voz, la voz del grupo o de quien cantaba individualmente. Y, en aquel momento concreto, abstraído en imágenes del verano, también me llegó la voz de la canción que había vivido y escuchado con enorme intensidad apenas dos semanas antes. Se trataba de ‘La distancia’, de Roberto Carlos. Pero esto necesita otro matiz: en realidad, ni siquiera era la voz del cantante brasileño la que resonaba dentro de mi corazón adolescente, sino la de la orquesta que la había cantado en una verbena pocas semanas antes en un momento inolvidable.
Y es que, por muy contradictorio que parezca, si hay algo que empieza a apoderarnos muy pronto, ya en la adolescencia, ese algo es la nostalgia que, en contra de lo que suele creerse, no necesariamente se acrecienta con la edad, sino que comienza en la adolescencia y sigue acompañándonos durante el resto de nuestras vidas.
Del día, de las últimas horas de la mañana, cuando caminaba por delante del entonces llamado Instituto Femenino, a la madrugada de una verbena en la última quincena de agosto. Del verano que se despedía por todo lo alto, al otoño que ya llamaba a la puerta en aquel septiembre que eran vísperas de un nuevo curso académico.
No sabría precisar en qué año se produjo el cambio de nombre. Pero lo cierto es que, a principios de los ochenta, cuando pasé por el trámite llamado el CAP, me tocó hacer las prácticas docentes en ese centro y estaría por asegurar que ya tenía la nomenclatura actual, si bien es cierto que en aquel momento el alumnado estaba compuesto exclusivamente por chicas.
Aquellas prácticas docentes las hice en el horario nocturno. Y fue cuando conocí el Instituto por dentro. Confieso que tenía curiosidad por ver cómo eran sus aulas, su distribución, sus pasillos.
Mentiría si dijese que me entusiasmó estéticamente. Como todo lo grande, aquello tenía su no sé qué de inhóspito, de poco acogedor. Sin embargo, estuve muy a gusto explicando a un grupo de COU los textos que había que preparar para la Selectividad.
Claro está, me acompañó el profesor titular, que me dispensó una acogida excelente, que siempre recuerdo con gratitud. Fue mi primera experiencia docente en un centro oficial y el grado de atención y receptividad que tuve resultaron muy gratificantes. Me pusieron muy fácil dar clase y explicar.
De una década a otra, del día a la noche. De un verano que se despedía a una primavera que se resistía a llegar. De un paisaje en el que se adivinaban urbanizaciones múltiples, a un tiempo en que no pequeña parte de lo que hay ahora ya era algo más que un proyecto, ya se estaba cimentando, al menos, administrativamente.
Y –miren ustedes por dónde– en 1991, o sea, justo otra década después, cuando en el ámbito educativo Asturias dejó de ser territorio MEC, el IES Aramo fue sede de oposiciones a Secundaria. Un día de julio, a última hora de la mañana, fui por allí a esperar a un compañero que le había tocado la nada envidiable tarea de formar parte de un Tribunal de oposiciones. Las idas y venidas, los trasiegos, eran muy atípicos allí dentro, para un centro de enseñanza media.
Ciertamente, un instituto con vistas al Aramo, que sufrió más modificaciones en su día a día que en el edificio propiamente dicho. Un instituto que forma parte de la historia de Oviedo y de Asturias, que –insisto– no cambió tanto en sus estructuras como en vida interior.
Vuelvo a aquel septiembre 1974, a aquella canción de Roberto Carlos, pintiparada para bailar, concebida para la nostalgia adolescente. Una voz para la nostalgia. Una primera voz, al menos, en el tiempo. Y una nostalgia en el espacio, tal como reza la letra de la canción de marras.
Espacio y tiempo, tiempo y espacio. En este caso, no evoco a Kant, sino a Amiel:
«¡Qué cosa más extraña que la de haber vivido y sentirse tan lejos de un tiempo que aún reputamos como presente! El tiempo no es sino el espacio entre nuestros recuerdos».