«Era un callejero con el sol a cuestas, / fiel a su destino y a su parecer; /sin tener horario para hacer la siesta/ ni rendirle cuentas al amanecer. / Era nuestro perro y era la ternura, /ésa que perdemos cada día más/ y era una metáfora de la aventura/ que en el diccionario no se puede hallar». (De la canción ‘Callejero’, de Alberto Cortez).
No podría precisar la fecha exacta de la primera vez que me encontré a Rufo paseando por Oviedo, lo más aproximado que puedo decir es que fue en la década de los ochenta. Sí que recuerdo, sin embargo, el lugar preciso donde lo vi: por delante del bar Marchica. Cierto es que en aquella primera comparecencia ante mi vista ignoraba que fuese un perro callejero, pues no se conducía con la tristeza de estar sufriendo el abandono, con el desconcierto de no saber cuál era su sitio.
Y, a propósito de ese lugar tan céntrico de Oviedo donde vi por vez primera a Rufo, acaso haya quien recuerde que solía estar aparcado por allí un Renault 12, con matrícula de la letra O y que el cero era el número más repetido en la placa. O sea, el perro más carbayón de la historia, paseándose por la misma calle en la que era frecuente ver el coche que en su matrícula los ceros y la O lo hacían genuinamente ovetense. ¡Qué cosas!
Pero volvamos a Rufo. Cuando supe su historia no pude evitar relacionarlo con el perro al que Alberto Cortez dedicó en su momento, creo que en la década de los sesenta, una memorable y conmovedora canción, de la que reproduzco unos versos en el encabezamiento de esta historia.
Para Rufo, Oviedo era su casa y socializaba también con cualquier visitante que deambulase por nuestras calles. En efecto, era el perro de Oviedo, de todo Oviedo. No había en nuestra ciudad territorios que le fuesen hostiles. Prefería vivir en la calle, lo que no era óbice para que se refugiara en portales y en casas que lo cobijaban en las noches de invierno.
Acariciar a Rufo por la ternura que suscitaba, observar la confianza y la tranquilidad con la que se conducía por Oviedo. Nunca lo vimos en estado de alerta, nunca nos lo encontramos huyendo. Además, no sólo no tenía aspecto de estar famélico, sino que ni siquiera se mostraba ansioso por comer, pues, por fortuna, había muchas personas que lo cuidaban. Lo propio de Rufo era callejear por Oviedo, incluso sumarse a algunas manifestaciones por la calle Uría.
Disponía de muchos lugares como guarida, podía elegir sin que ello supusiera conflicto existencial alguno. Era uno de los nuestros, pero todos nosotros le pertenecíamos de algún modo.
A pesar de que la vida de un perro es corta si la comparamos con la humana, Rufo no sólo fue omnipresente a lo largo de una década en Oviedo, sino que además dejó un recuerdo muy duradero, su ternura es una huella indeleble en la memoria de quienes tuvimos la suerte de ser sus contemporáneos.
La madrugada de un sábado en la calle doctor Casal, creo que era por el mes de mayo. No hacía frío, pero la niebla buscaba asiento a pie de calle. En la esquina con la calle Melquiades Álvarez, una pandilla de personas hablaba y reía sin cesar. Rufo pasó en medio de toda aquella gente, diría que sin verlos, como si no existieran.
Nos fijamos en él, seguramente lo miramos con ternura, se detuvo a olisquear Dios sabe qué rastros, Dios sabe qué mensajes muy cerca de nosotros. Lo saludamos y llegamos a acariciarlo antes de que alcanzase la calle Uría.
Fue entonces cuando recordé el inicio de la novela de Dostoievski que tiene por título ‘Humillados y ofendidos’, en la que comparece un perro hambriento y enfermo. Por fortuna, la antítesis de Rufo, que, además de estar bien cuidado, era libre.
Confieso que en más de una ocasión pensé que en la década de los 80 todos éramos más libres, lo éramos y así nos sentíamos. Y, a resultas de ello, a Rufo se le puede considerar también un exponente más de un mundo en cuya atmósfera la libertad no estaba viciada ni contaminada, en el peor de los supuestos, infinitamente menos que en el presente siglo.
Recordar a Rufo, al menos en sus primeros años por Oviedo, nos lleva también a emplazarnos en un mundo que estaba a punto de cambiar profundamente, algo que, por estos lares, no se supo predecir.
Reconozco que, tan pronto recuerdo a Rufo, me doy cuenta de que me hubiera gustado disfrutar más de su compañía, acariciándolo, paseando con él, escudriñando su mirada en busca de su pasado inmediatamente anterior a que llegara a convertirse en el perro de Oviedo.
Hubo un momento en el que, en efecto, se quedó solo, en el que se encontró sin su jefe de manada, pero no tardó mucho en sentirse muy acompañado y arropado.
Y, fíjense ustedes, según los datos que pude consultar, falleció la noche de San Mateo de 1997. Se diría que ese hecho lo une aún más a la intrahistoria de nuestra ciudad. Se diría que, con ello, quiso que su recuerdo se vinculase por siempre jamás del mundo a los días de vino y rosas de Oviedo.
Al fin y al cabo, para Rufo Oviedo fue una fiesta, su fiesta.
Siempre Rufo, siempre el perro más carbayón que existió.
Allí, me lo encontré, como dije al principio de esta historia, por delante de la acera del bar Marchica, tranquilo, bonachón, satisfecho. Allí lo sigo viendo.
¿Y ustedes?