«Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños». (Juan Rulfo, ‘Pedro Páramo’).
Oviedo está lleno de rincones en los que parece, falsamente, que la ciudad se termina ahí. Uno de ellos es el entorno del Colegio Mayor San Gregorio, con sus instalaciones deportivas, con unos edificios cercanos que no se dejan ver fácilmente, con un panorama ante la vista que nos parece querer comunicar que allí se acaba todo lo urbano.
Confieso que tuve esa primera impresión durante el verano de 1980, en mi época de profesor de clases particulares, cuando me llamaron para dar clase a una alumna de tercero de BUP que había suspendido el latín.
En efecto, para llegar allí había que girar antes del Colegio San Gregorio, y aquel entorno de edificios que parecían nuevos tenía esa atmósfera de tranquilidad residencial, como si la ciudad, tan cercana, no sofocase la vida.
También hay que decir que, en aquel entonces, los veranos en Oviedo eran mucho más tranquilos, si por tal cosa se entiende que la población y –con ello– la actividad disminuían considerablemente. Al ser verano, las instalaciones deportivas, tan próximas, contribuían a sentir que lo urbano pesaba mucho menos.
Era a última hora de la mañana cuando acudía a dar aquella clase particular. Corregir traducciones, explicar cuestiones gramaticales acudiendo en muchas ocasiones al castellano. Mi tarea me resultaba grata en la medida en que notaba progresos, lo cual demostraba una vez más que el latín como asignatura no era difícil, sino que se trataba, ante todo y sobre todo, de dar con el tranquillo, de concentrarse ante unos conceptos muy básicos que, una vez entendidos, abrían la puerta a la comprensión y al entendimiento.
Oviedo, verano de 1980. El tiempo –todavía– no se caracterizaba por un ritmo trepidante; el otoño y, con él, el principio de curso, se sentían lejanos, en el verano de la lenta y eterna Vetusta. No, no había prisa, y lo venidero no acuciaba.
Me pasaba la mañana dando clases, la que tenía junto al Colegio San Gregorio era la última. Tanto la ida como la vuelta se caracterizaban por una tranquilidad deliciosa, sin embotellamientos de tráfico, sin avalanchas de peatones, se caminaba con enorme comodidad.
En alguna ocasión, al terminar aquella clase de latín, paraba muy cerca del campo de fútbol que estaba allí mismo, alguien me esperaba para charlar, para leer juntos, para ocuparnos de cosas que nada tenían que ver con el día a día, o eso pensábamos.
Cuando el sol no apretaba, en aquellos días, que no fueron pocos, en los que estaba nublado, era muy agradable leer por allí un rato, hábito que no sólo teníamos nosotros.
Nunca olvidaré aquel momento en el que, tan pronto nos sentamos, vimos que alguien había dejado allí un libro muy sesudo, a juzgar por su título: su título era ‘Fundamentos biológicos de la personalidad’. Nos preguntamos si pertenecía a alguien de Biológicas o de Psicología, carrera esta última que acababa de empezar a impartirse en Oviedo tras sus inicios en Gijón.
Al poco tiempo, apareció por allí su dueña, o quien dijo serlo: era una señora mayor (o eso nos pareció a nosotros, los de entonces), con pinta de profesora, con entonación de docente a la hora de hablar. Sólo nos dio los buenos días y nos dijo que se le había olvidado allí el libro, puesto que lo había sacado de su capacho al mismo tiempo que unos apuntes que tenía que leer y que, al final, no se había acordado del volumen en cuestión.
Nuestras respuestas fueron sendas sonrisas.
Y, una vez que la señora se fue, hablamos de la carrera de Psicología, del éxito de matriculaciones que tenía y de lo completa que era entonces la carrera, que exigía una sólida formación filosófica y que además tampoco descuidaba la lengua española.
Y, por lo que nos habían dicho, se daba la circunstancia de que había gente mayor que estudiaba aquella carrera por el interés que les despertaba, puesto que se trataba de personas que ya tenían su vida profesional resuelta.
‘Fundamentos biológicos de la personalidad’. El título no sólo era sesudo, sino que además, en cierta medida, asustaba. O sea, un determinismo más. No éramos nada, no somos nada.
A la semana siguiente, me detuve tras la clase particular de latín a contemplar la fachada del colegio san Gregorio. Pero he de decir que no se trató en verdad de una observación estética, sino de un puro ejercicio imaginativo.
Nunca había estado dentro de un colegio mayor, sólo conocía historias de oídas, y me preguntaba por el día a día puertas adentro en pleno curso, por las horas de estudio, por el ambiente en los comedores, por aquellos momentos en los que se escribían cartas.
En pleno mes de agosto, el silencio era total, vísperas de ruido, de movimiento, de convivencia, de bromas, de amistades que se forjarían, de roces y enfrentamientos.
Toda una tregua para la ciudad y para el colegio mayor. Toda una tregua para Vetusta en un día muy soleado, sin apenas rabos de nubes a la vista a los que agarrarse.
Tras explicar el doble acusativo, el silencio de un colegio mayor que descansaba. Tras el día espléndido, el éxodo de muchas gentes de Vetusta en busca del mar o la piscina.
También quedaban otras opciones para la tarde: escuchar música, leer poesía.