Les hablo del Real Cinema que estuvo ubicado en la plaza Longoria, de aquel local de enormes dimensiones en su butaca de patio, cuya titularidad pasaría en su momento a la calle Nueve de Mayo en sustitución del Cine Toreno, que se caracterizaba por su oferta de ‘sesión continua’ para quienes quisieran llenar su tardes con películas o, en todo caso, aislarse del mundo nada menos que cuatro horas.
Pues eso, el Real Cinema en la plaza Longoria. Lo más personal que puedo decir, a la hora de rememorar aquella imponente sala de cine, es que, para mí, tiene un recuerdo de domingos por la tarde, de aquellos domingos de invierno, de raquíticas tardes de sol, cuando, a veces, a las siete de la tarde, la noche ya se había desplomado y, en el exterior, se veía el aliento de las personas.
¿Cómo olvidar aquel domingo por la tarde cuando vi en el Real Cinema ‘French Connection (Contra el imperio de la droga)’, en cuyo reparto figuraba Fernando Rey? Un sol que resplandecía sin apenas calentar minutos antes de la sesión de las cinco. Una niebla que se posaba en el asfalto, casi en plena noche, a la hora de salir. Una historia marcada por el mal y por la violencia, una historia que dejó en nosotros una desagradable sensación de impotencia. El mundo que allí se plasmaba estaba muy lejos
de alentar ideales, de alimentar sueños, de invitar a optimismo alguno. Aun así, en nuestra adolescencia, aquello era ajeno y, sobre todo, lejano.
Hubo muchos domingos por la tarde en el Real Cinema, con películas de romanos y del Oeste, con películas que no dejaron en mí grandes recuerdos. La imagen que rescato al evocarlo no es el lujo del cine Aramo, ni las nobles maderas del Filarmónica, ni tampoco los llamativos e imponentes vestíbulos de cines como el Ayala o el Santa Cruz, ni la grandeza del Campoamor. El Real Cinema era, sobre todo, amplitud y, también, una sala con unas excelentes condiciones acústicas.
Tengo leído en alguna parte que el Real Cinema fue el antecesor del Palladium en lo que se refiere al tipo de películas que allí se proyectaban. Me parece, cuando menos, dudoso, pero no seré yo quien me atreva a refutar semejante planteamiento, pues no dispongo de datos al respecto que vayan más allá de la experiencia personal de mi infancia y adolescencia.
Domingos por la tarde, digo, con su tristeza, con su melancolía, con esa inequívoca sensación de que nos pesa, antes de que llegue, la semana entrante, y, al mismo tiempo, sentimos que el fin de semana no fue todo lo balsámico que hubiésemos deseado.
Domingos por la tarde, en los que a veces, la película que veíamos nos alejaba abismalmente de nuestro día a día y nos emplazaba en una atmósfera totalmente ajena.
¿Cómo no recordar la belleza de Ornella Muti
cuando protagonizó la película ‘Experiencia prematrimonial’? Película con moralina y ñoña en la que atrapaban más los ojos de jovencísima actriz que la historia en la que hacía el papel principal.
Se diría que, en aquellos años, el hecho de que una pareja decidiese convivir sin formalizar para ello el sagrado vínculo del matrimonio era algo muy rompedor y revolucionario, sobre todo en aquella España nuestra de primeros años de los setenta. La moralina de la película venía a condenar aquello. Sin embargo, lo que cautivaba eran aquellos ojos, aquella belleza, aquella frescura de la actriz italiana.
¡Qué abismalmente alejada estaba aquella historia del día a día de la España de primeros años de los setenta en la que no resultaba nada fácil imaginarse una vida al margen de lo que marcaba la ortodoxia oficial y la mentalidad de la mayor parte de la sociedad de entonces!
De hecho, ya era transgresor que te dejasen entrar a una película de mayores de 18 años cuando no habíamos pasado de los 15, pero, en mi caso, las entradas en el pelo ayudaban ya entonces a aparentar más edad. Fíjense: no sólo asomarse a un mundo impensable en la España de entonces, hacerlo además sin tener la edad exigida para ello. ¡Cuánta transgresión, madre mía!
Nunca olvidaré aquel domingo por la tarde tras salir del cine. Un café en el Tropical, que estaba lleno de gente. Una conversación en la que apenas hubo réplicas ni matices, sino más bien lugares comunes que incidían en que nada ni nadie tenía por qué sancionar el amor entre dos personas, pero que algo así, tan obvio, era imposible entonces, y no sólo por los usos y costumbres de la época, muy poco dados a grandes aperturas, sino porque además, para nosotros, los de entonces, la vida no era algo marcado por el ‘tempus fugit’, sino que los horizontes en el tiempo resultaban inabarcables.
¡Qué lejos quedaba, incluso en el plano imaginario, el ansiado momento de la independencia económica! ¡Qué lejana se presentaba, por tanto, la posibilidad de decidir sobre nuestras vidas! Sobre los platitos de las tazas quedaron sendos trozos de churros que, por motivos que no logro recordar, no fueron remojados.
Tras nuestra estancia en El Tropical, dimos un paseo, volvimos a pasar por delante del Real Cinema, eran cerca de las ocho de la tarde. Así pues, dentro de la sala se estaba proyectando la sesión de las siete y media. Nos preguntamos si no sería un cambio muy drástico salir del cine cerca de las diez de la noche, regresar a casa, la consabida cena y de nuevo a la rutina semanal.
Nos pareció que habíamos estado acertados eligiendo la sesión de las cinco de la tarde pues, gracias a eso, podíamos llevar dentro de nosotros el mundo que se nos había mostrado en la pantalla, sin necesidad de expulsarlo ante el brusco cambio de escenario al que obligaba la realidad.
O sea, una tarde completa de cine en las retinas y hasta en las entrañas, bueno o malo, ñoño o no, era cine.
Y era en el Real Cinema.