“El ensueño es una isla ideal en medio de los sueños” (Ramón Gómez de la Serna).
“Ha habido dos cosas que me han colmado de una histeria metafísica: un reloj parado y un reloj en marcha”. (Cioran).
“El tiempo es una estación de la eternidad: su fúnebre primavera”. (Cioran).
¡Qué genuina y peculiar es nuestra ciudad que conserva restos de una vieja muralla y que, al otro lado, se dejan ver cinco arcos de un acueducto cuya obra concluyó, si mis datos no me fallan, en 1601! Los Pilares son, efecto, quienes atestiguan las obras de un acueducto que se construyó para abastecer a Oviedo de agua, agua que en gran parte provenía del Monte Naranco.
La Muralla y los Pilares, o sea,una ves más, la piedra y el agua. ¡Qué llamativo resulta en este sentido lo que en su momento escribió don Valentín Andrés Álvarez en el sentido de que el Naranco fue, además de otras muchas cosas, la principal cantera de Oviedo para sus piedras más nobles! Lo dicho: las piedras y el agua.
Y, fíjense, más adelante, el hierro sería determinante a la hora de cargarse este acueducto ovetense del que sólo conservamos los cinco arcos a los que acabamos de hacer mención. Digo hierro, digo la expansión del ferrocarril, que necesitaba abrirse paso por allí. ¡Ay! Siempre las salidas, el permanente salsipuedes de Oviedo, las siempre pendientes infraestructuras. Y, por supuesto, el progreso, aquel progreso que simbolizó la máquina vapor, aquella revolución industrial en la que tanta omnipresencia tuvo el ferrocarril.
De hecho, fue en el siglo XX cuando se decidió derribar los Pilar Esquinas Rodrigo, eso sí, con oposición vecinal. Y, sea como sea, es muy de agradecer que, al menos, conservemos parte de lo que fue aquel acueducto.
Lo cierto es que el rincón de Oviedo donde se ubican los cinco arcos que se conservan del antiguo acueducto tiene un enorme atractivo. Ese enorme atractivo al que en asturiano llamamos “atopadizo”, término que cautivó a Ortega y Gasset hasta el extremo de incorporarlo al lenguaje de la filosofía.
Un rincón del pasado, un islote de otros siglos, un testigo de lo que fueron las necesidades de la ciudad. Muy cerca del ferrocarril, muy cerca del Monte Naranco, muy cerca de esa parte de Oviedo que mira al occidente de Asturias, muy cerca de la salida de la ciudad y, al mismo tiempo, muy próximo a calles muy céntricas.
Confieso que cuando paso cerca de los Pilares, si la temperatura ayuda ello, me gusta detenerme allí unos minutos. A veces, hago pausa en mi caminata en la Losa; en otras ocasiones, me siento en un banco muy cercano a ellos. No sabría decir si la historia contempla a los cinco arcos, pero sí estoy convencido de que, observándolos, con una mirada que ambicione ir un poco más allá de la impresión inmediata sin datos, podemos darnos cuenta de la enorme carga melancólica y poética que tienen ellos, que atesora el rincón donde se asientan.
¿Cómo no imaginar el momento en el que Pérez de Ayala decidió que Oviedo fuera Pilares en su universo narrativo? ¿Cómo no preguntarse qué impresiones sacó de aquello para dar nombre a nuestra ciudad? ¿Cómo no recordar, con la ayuda de las hemerotecas, la polémica que suscitó su demolición?
A propósito de hemerotecas, el 25 de enero de 2015, Idoya Rey publicó un excelente reportaje en EL COMERCIO, donde recuperaba las palabras que dijo acerca de Los Pilares el arquitecto Miguel de la Guardia: «Es de efecto agradable y pintoresco, y constituye una nota característica de la antigua ciudad».
Tengo para mí que el mayor atractivo de este rincón de Oviedo es que se trata de algo aislado, que no guarda relación aparente con nada de lo que hay en su entorno, que lo que toca es recrear in situ cómo fue en su momento aquello que lo rodea.
Un rincón, digo, lleno de encanto, una referencia indispensable y didáctica que explica y atestigua un capítulo muy importante del devenir de Oviedo.
Veinte años antes de que se construyese la Losa sobre la Renfe, una mañana de junio de 1979, después de haber hecho un examen a primera hora en la Facultad, fuimos a parar a este rincón de los Pilares. Al levantar la vista sobre el Naranco, se veía una niebla que venía ser como una sábana colgada que lo tapaba, al tiempo que recogía la poca luz que había en el cielo para su uso exclusivo.
Confieso que me apeteció tocar alguno de aquellos arcos. Al tacto, se notaba no sólo su rugosidad, sino también ese deterioro lento pero inexpugnable que produce el paso del tiempo. Lo bueno del caso es que no sólo no sostenían nada, sino que además tampoco servían para la finalidad con la que habían sido construidos.
¿Qué eran, Dios mío, qué significaban? ¿Acaso se trataba de muñones de una historia que el paso del tiempo había arrancado de cuajo? ¿Cómo darles sentido más allá de los datos históricos? ¿Qué podía pensar ante ellos una mirada virgen que desconociese por completo su historia?
Allí estaban, allí siguen estando, arrinconados, desgajados del conjunto al que pertenecían, salvados milagrosamente de la piqueta.
Piedras para conducir agua, ingeniería legendaria, servicio a la ciudad. Esos cinco arcos, como muebles que ya no se usan, aunque, sin embargo, no fueron a parar a sótanos ni a desvanes, siguen allí, en el lugar de siempre, pero sin cumplir función alguna, más allá de lo que supone ser testigos de otro tiempo.
¿Y eso es mucho o es poco? ¿Y no es eso, su aislamiento del resto, lo que les dota de encanto y melancolía, lo que les otorga un magnetismo enorme para miradas agridulces como las nuestras?