Primera hora de la mañana en la Facultad de Filología, ubicada entonces en la plaza Feijoo. Juan Uría Maqua era nuestro profesor de Historia de España en primero de carrera. Recuerdo que hablaba de los ligures. Eran los últimos días de octubre. El aula estaba llena. Resultaba fácil tomar apuntes, pues explicaba conceptualmente y no se atropellaba hablando. No estaba tenso mientras disertaba y, con su actitud, ponía de manifiesto que no pretendía hacer de su asignatura un obstáculo difícilmente salvable, sino que, antes bien, se trataba de una materia accesible siempre que se pusiera el empeño necesario.
Claridad en la exposición de un hombre bueno en el sentido ‘machadiano’, que trataba respetuosamente a su alumnado, sin distancias insalvables, sin ánimo alguno de aturdir o avasallar, sin buscar protagonismo en su persona. Sencillez y llaneza, nada reñidas, ciertamente, con el rigor y el conocimiento.
Juan Uría Maqua, en consonancia con lo que en su momento dijo su padre sobre el carácter asturiano, tuvo a lo largo de su vida esa ‘doble nacionalidad’ de lo urbano y lo rural. Fue un carbayón de los de toda la vida, pero, al mismo tiempo, estuvo vinculado a Noreña, donde nació y, sobre todo, a Agüerina, en el concejo de Belmonte de Miranda, en cuyo palacio encontró los primeros documentos que le llevarían a escribir la biografía de Alonso de Bello, probablemente su investigación más completa y rigurosa.
Fue un carbayón de los de toda la vida a quien le interesó mucho la etnografía asturiana y la cultura vaqueira, al mismo tiempo que, en su tesis doctoral, se ocupó de ‘La Política inglesa de los Reyes católicos’, tesis que recibió el premio Menéndez y Pelayo otorgado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
La historia y la música, la música y la historia. Perteneció a aquel Oviedo en el que casi todo el mundo se conocía e incluso se reconocía. Y, por otra parte, sin necesidad de tratarlo a fondo, se percibía fácilmente que era una de esas personas que no se ven en la necesidad de demostrar nada, ni tampoco de someterse a la aprobación de los demás. De ahí, que no hubiese en él actitudes impostadas.
A pesar de estar relacionados lejanamente en el parentesco, apenas nos tratamos más allá de los saludos de rigor hasta los últimos años de su vida. Nunca olvidaré la tarde de un sábado de agosto en Belmonte de Miranda, cuando tomamos un café y nos habló de su investigación acerca de Alonso de Bello. Lo cierto es que, abordando la figura su biografiado, no sólo desbordaba erudición, sino también entusiasmo, le fascinaba la vida de aquel personaje marcada por lo asombroso y por la aventura.
No sólo pude disfrutar del encantamiento que atesora la villa belmontina, así como de ese delicioso fresco del atardecer, de un cielo sin apenas nubes que anunciaba lo estrellado que se iba a poner por la noche, sino también de una conversación inolvidable.
Quedamos emplazados para vernos en Oviedo, una vez que comenzase el curso, pues quería pasarme copia de unos documentos sobre los antepasados de mi familia materna en Lanio.
Nos vimos en una cafetería de la avenida de Galicia en noviembre. Y seguimos hablando de Alonso de Bello. Puedo decir que fue como ‘un decíamos ayer’
Cuando tuve noticia de su muerte en junio de 2011, además de lamentar la pérdida de un excelente investigador y una buena persona, me di cuenta de que fue una pena no haberlo tratado más. No sólo se trata de un referente en la historia, en la etnografía, en el folclore y en la música asturiana, sino que además, desde sus conocimientos y trayectoria vital, tenía una visión de Asturias muy interesante.
Cuando paso por Agüerina, camino de Somiedo, me resulta fácil imaginarlo enfrascado con sus archivos, recordando su pasado personal, embebiéndose del paisaje.
Carbayón, noreñense y belmontino, la ciudad y el campo, la Asturias del centro y del occidente, la intrahistoria asturiana, su letra y su música, las vidas de algunos personajes realmente asombrosos. Y, además de todo eso, sosiego, bondad, conocimiento y memoria.