Hay personajes que suscitan admiración y dolor. Hay personajes que representan una excelencia añorada que invocamos mirando al porvenir. Hay personajes que atesoran lo mejor de nuestra historia y que son la base para el futuro que soñamos. Sin ellos, nunca seríamos capaces de completar la partitura que esperamos escuchar para sentir momentos de plenitud gracias a un pasado del que nos sentimos orgullosos, esto es, gracias a las glorias comunes de las que hablaba Renán y gracias también a ese arsenal onírico que precisamos proyectar.
Leopoldo Alas y García Argüelles, hijo de ‘Clarín’, nacido en 1883, asesinado en febrero de 1937, rector de la Universidad de Oviedo, heredero del instucionismo que representó la edad de oro de nuestra alma máter, es una referencia que atesora todo lo que acabamos de manifestar.
Sus trabajos y sus días, siguiendo con ello la estela paterna, no se limitaron a las tareas que desarrolló en el aula universitaria. Le preocupaba Asturias, le apasionaba la mejor España, nada humano le era ajeno, especialmente todo lo que tenía que ver con el espíritu de un tiempo que estuvo marcado, entre otras cosas, por el convencimiento de que el saber nos emancipaba y nos hacía más dignos y más libres.
En su momento, se sintió identificado con lo que representó la Segunda República, como un proyecto de modernización y de justicia para nuestro país, que tenía como base el afán pedagógico que presidió ‘La Edad de Plata’, afán pedagógico que fue, sin duda, el principal rasgo por el que se caracterizó la generación de 1914, a la que perteneció el propio rector Alas, que nació en el mismo año que Ortega y Gasset.
Aquel Oviedo en el que su padre había sido el faro de figuras de la talla de Pérez de Ayala y de Fernando Vela, en el que ‘Clarín’ fue el artífice no sólo del mejor momento de nuestra Universidad, sino que también resultó ser el acicate para que la mejor Asturias tuviese protagonismo en aquella España que sincronizaba sus relojes con el pensamiento, la ciencia y el arte europeos y que además ponía todo su empeño en un afán de emancipación, libertad y justicia.
¡Qué enorme contraste el de aquel Oviedo que había servido de modelo para ambientar una España que sesteaba, frente a la ciudad en la que el espíritu institucionista impregnó la vida universitaria!
¡Qué desgarro tuvo que sufrir el rector Alas a resultas del ataque del que fue objeto la Universidad en la insurrección de octubre del 34! Desgarro por partida doble, no sólo por el amor que profesaba a la institución universitaria, sino también porque aquellas masas arremetieron contra aquello que representaba el principal instrumento para su emancipación.
Tener como padre a ‘Clarín’, ampliar estudios en el extranjero, al igual que otros compañeros suyos de generación, regresar como profesor a la Universidad en la que se llevó a cabo una parte muy importante de su bagaje intelectual, ponerse al frente de esa misma institución como rector, colaborar en la prensa, implicarse en el proyecto del nuevo Estado que se había proclamado en 1931.
Cada vez que transito la calle Altamirano, me resulta imposible no recordar que allí residió el Rector Alas durante los últimos años de su vida en los que intentó recomponer los destrozos habidos en la Universidad en el 34.
Allí lo fueron a buscar para someterlo a un Consejo de Guerra infame que lo llevaría al fusilamiento en febrero de 1937. Sus ‘gravísimos delitos’ consistieron en escribir en la prensa, en dar clases en la Universidad, en dirigir el alma máter desde el Rectorado, en colaborar como jurista en leyes que se legislaron durante la Segunda República.
Lo sentenció Nietzsche: ‘Por lo que más se nos castiga es por nuestras virtudes’. Lo acontecido con el rector Alas corrobora la tremenda afirmación del pensador alemán.
La conciencia histórica nos lleva al rector Alas, ‘juzgado’ en un Consejo de Guerra que tuvo lugar en la actual sede del Parlamento autonómico. Hora es ya de que eso se recuerde y se consigne, se vea y sea lea por quienes por allí transiten, porque el crimen también fue en Oviedo, no sólo en Granada.