Hay personas con las que apenas nos hemos encontrado a lo largo de la vida y que, sin embargo, siempre lamentaremos no haber tratado mucho más. Lo lamentamos desde la certeza de lo mucho que hubiésemos aprendido disfrutando de su saber y de su inteligencia.
Una de esas personas es Mariano Arias. En alguna ocasión, en el tiempo en el que pertenecí a la Asociación de Escritores de Asturias, charlamos en el Café Apolo. Y, mucho años más tarde, coincidimos en una cena organizada por esa misma Asociación.
Comedido, cordial, ameno y brillante. No solo atesoraba mucho saber, sino que además sus inquietudes intelectuales eran de enorme interés. Leí en su momento la novela con la que fue finalista nada menos que del Premio Nadal. Y seguí su trayectoria en la prensa y en revistas.
Entre las muchas afirmaciones que se pueden hacer acerca de su trayectoria creativa, está la enorme vinculación que hay en su obra entre la literatura y el pensamiento. Hablamos de un profesor de filosofía que además fue un gran literato. Entre sus múltiples escritos e investigaciones filosóficas, Sartre tuvo un enorme protagonismo. Nada menos que Sartre, el filósofo que tuvo tanta omnipresencia en la vida pública de su tiempo, el filósofo que, según cuenta Bernardhenri Lévy en su libro sobre el autor de ‘La Náusea’, llegó a ser recibido con todos los honores en un montón de países.
En unos tiempos en los que se pretendió separar radicalmente la literatura y el pensamiento, como si la creación literaria fuese solo una cuestión formal, autores como Mariano Arias Páramo llevaron a cabo en su obra todo un alegato en contra de semejante separación.
Dedicó su vida a la literatura y al pensamiento, de forma indisociable. En todas sus publicaciones hay una orfebrería admirable, la de un estilo cuidado que busca las palabras adecuadas, que mima el estilo, así como la ambición que supone el afán de comprender y de interpretar desde planteamientos filosóficos que, lejos de abrumar, iluminan al lector el tránsito por sus escritos, planteamientos filosóficos puestos al servicio de una voluntad de explicar mejor el momento del mundo en el que vivimos, haciendo al público lector cómplice de semejante andadura.
Hablamos de un escritor que se ganó el respeto de todos, pues en su obra no hay concesiones a efímeras tendencias a la moda, tampoco a determinados reclamos publicitarios. No, en su obra no hay «una acción trepidante que engancha al lector»; antes bien, lo que en ella se advierte es una más que meritoria elaboración, un conocimiento a fondo de lo que aborda, una ambición intelectual que se manifiesta en cada línea, ambición intelectual que, por otra parte, no incurre en imposturas, ni tampoco fárragos que pueden hacer muy tortuosa la lectura. Aun así, más bien, precisamente por eso, Mariano Arias fue un escritor de su tiempo, al que nunca le fue ajeno todo cuanto acontecía. Se puede decir que su compromiso estuvo en todo momento con la pretensión de la obra bien hecha y que dijese algo que fuese mucho más allá del «coro de los grillos que cantan a la luna», por decirlo al machadiano modo. Una obra que, entre cosas, fue fruto del esfuerzo y de la curiosidad intelectual. Un compromiso consigo mismo, con sus propias inquietudes.
Siempre estuvo al margen de las frivolidades egocéntricas tan frecuentes en la farándula literaria. La serenidad que transmitía, el interés por el saber, la preocupación por la realidad circundante, así como sus apuestas intelectuales, estaban en su persona y en sus quehaceres literarios. Ahí está su obra, desde mi punto de vista, llamada a perdurar. Lo dicho: no tuve la suerte de ser su amigo, pero siempre tuve muy claro que Mariano Arias tenía mucho que aportar por su obra y como contertulio, como excelente conservador. Y es que –¡ay!– tenemos que reconocer que no son tantas las personas con las que podemos aprender mucho, con las que podemos compartir inquietudes que nos elevan ante la chabacanería circundante y que nos ayudan a comprender y a desentrañar nuestro día a día.