Hubo un tiempo en el que, estadísticamente, no era excepcional que determinadas personas contasen, con mucho halo de misterio, que habían vivido apariciones de familiares ya fallecidos. Aquello, cuestiones psicológicas y sociológicas aparte, era una forma de transmitir lecciones del pasado, con su correspondiente carga de fantasía.
Escribo estas líneas cuando se cumple el 75º aniversario de aquel horror que supuso que dos bombas atómicas arrasaran las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Con semejante atrocidad, se escribió una de las páginas más horrendas de la historia.
Cuando se nos recuerdan, a través de los medios de comunicación y del mundo actual tan interconectado, acontecimientos como éstos, resulta erróneo, además de inmoral, no dedicar un solo minuto de nuestro tiempo a semejante cuestión, y no sólo por aquello que se repite tanto del peligro que supone ignorar la historia, sino también porque es imprescindible conocer y reconocer lo que somos y lo que hemos sido.
Alguien escribió que, tras los horrores que se sucedieron en los Campos de Concentración durante la 2ª Guerra Mundial, ya no tenía sentido escribir poesía. A esos horrores que también forman parte de la historia, se suman los bombardeos de las ciudades de lo que venimos hablando.
Y las preguntas que podemos hacernos al respecto no tienen otra respuesta que no sea la barbarie, el horror y la inconsciencia.
Lo dicho: la historia proyecta ante nosotros el recordatorio de este horror. Y lo que no podemos hacer es obviarlo. Y, al mismo tiempo, nos toca tener muy claro que no caben ni la indiferencia ni el olvido, sino la indignación y el dolor.