Como es costumbre cuando los temporales se ceban sobre nosotros, el césped del Tartiere fue un auténtico patatal. Esta invernada, también en lo deportivo, no anunciaba buenos augurios. Y, de hecho, cuando el Mallorca llegó a superarnos en el marcador con dos tantos sin que hubieran transcurrido muchos minutos de la primera parte, los presagios no pudieron ponerse peor.
Pero, desde algún lugar invisible e inasible para la mayor parte de nosotros, se dejó claro que estaba prohibido hacer el ridículo, que no se podría entregar el partido. Tanto fue así que el desánimo no cundió en el equipo azul y que el futbolista que más necesitaba hacer gol para reforzar su moral fue Javi Mier que marcó con un tiro cruzado que hizo que el once carbayón entrase en el partido y que el pánico a la teórica superioridad del rival se quedase tan gélido como el aire que se respiraba en el Tartiere.
En busca de la talla perdida, digo, de una talla que no se mide exactamente por los resultados, sino por el respeto que, como otras muchas cosas, empieza por uno mismo, así como por el empeño en no venirse abajo moralmente, ni siquiera ante un rival que está demostrando vocación de líder de la categoría, vocación y hechuras.
Ciertamente, el error de Mossa que facilitó el primer gol del Mallorca rozó lo imperdonable. Sin embargo, la defensa azul en su conjunto cumplió aceptablemente su tarea. Por cierto, de Arribas, no sólo hay que tener en cuenta su papel defensivo, sino también sus incorporaciones a la portería contraria y sus goles, normalmente decisivos en los resultados.
Por otra parte, frente al Mallorca, la delantera azul no se puede decir que haya destacado mucho. A Viti, apenas se le vio. Blanco volvió a hacer un partido marcado por el sacrificio y el desgaste, mientras que Rodri pasó completamente desapercibido.
En busca de la talla perdida. Estamos en el camino de volver a recuperar el respeto perdido, la confianza abandonada, el descreimiento ante nuestras propias posibilidades.
No se trata ya de caer en triunfalismos que nada iban a aportarnos, pero sí de estar encaminandonos por una senda, que Dios sabe cuántos años habíamos perdido, o, lo que es lo mismo, habíamos dado por imposible.
Le plantamos cara a uno de los grandes de la categoría, en unas circunstancias en las que podíamos dar por irremisible la derrota.