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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: 59 años

“Hay un vacío/ en mi aire metafísico/ que nadie ha de palpar: / el claustro de un silencio/ que habló a flor de fuego”. (César Vallejo).

“O eras tú la cintura de aquella guitarra/ que toqué en las tinieblas y sonó como el mar desmedido. / Te amé sin que yo lo supiera, y busqué tu memoria. / En las casas vacías entré con linterna a robar tu retrato”. (Neruda).

 

Martes, 16 de febrero del presente año, ocho de la tarde. Cuando llego a las proximidades del Campoamor, me da la impresión de que hay luz en el segundo piso de la Plaza del Carbayón, número 3, la que fue nuestra casa familiar. Y se da el caso de que a esa hora cumplo 59 años.

Conforme me acerco a la plaza del Carbayón, me doy cuenta de que no es que hubiese luz dentro, sino que la exterior se reflejaba en los cristales del mirador y del balcón, causando un efecto óptico engañoso. Sin embargo, compruebo minutos más tarde que, en efecto, esas luces se encienden.

¿Cómo no detenerse entonces frente a aquella casa en la que se esperaba una nueva vida el 16 de febrero de 1957? ¿Cómo no pensar, más que en el tiempo transcurrido, en el relato de aquella tarde noche  en la que vine al mundo y que tantas veces me contaron? ¿Cómo no rescatar los primeros recuerdos de mi infancia, asociados siempre a esta plaza y a Lanio? ¿Cómo no tener presente, más allá de los tópicos, lo que significa ir cumpliendo años, lo que ello significa con el verbo estar y con el verbo ser?

Pero no nos pongamos metafísicos. Lo que pretendo con estas líneas es contar, relatar, narrar, es evocar recuerdos, tantos y tantos que me llevan al momento de cumplir los 59 años.

Escaleras de madera, de un color exageradamente pálido a fuerza de tanta lejía. El largo pasillo de la casa, donde estaba el teléfono. Había que llamar al 009 para hablar fuera de Oviedo. La cocina que daba a la calle de la Luna. Allí, me encontré con mi primera bicicleta como regalo de los Reyes Magos, bicicleta que estaba deseando llevar a Lanio.  El comedor, los miradores desde donde se veía el transcurrir cotidiano de este rincón de Oviedo, donde todo estaba al alcance de la mano, donde lo desconocido sólo podía ser imaginado, donde todo el entorno humano era, en mayor o menor medida, familiar.

Mi padre, que en las horas que estaba en casa, escribía sus textos escolares en el comedor, acompañado  muy frecuentemente de la radio. Mi madre, que, como ya escribí en alguna ocasión, me enseñó a disfrutar del transcurrir cotidiano, de personas y vehículos desde el mirador de aquella casa.

La parada de taxis bajo nuestra casa. Las obras que convertirían el antiguo Caserón de Santa Clara en la Delegación de Hacienda. La cercanía de los Alsas, que nos llevaban a Lanio, a veces directamente, a veces, previo paso por Cornellana. La proximidad de la Estación del Vasco cuyos trenes nos  conducían a Pravia.

El momento en que vi por vez primera la televisión en el comedor de la casa, a los seis años, momento que coincidió con la presentación de los programas que iban a emitirse a lo largo de la tarde.

Aquel comedor, en el que tantas horas pasábamos, comiendo y cenando, estudiando, jugando a las cartas.

Un mundo donde lo ajeno no haría su aparición en los años de infancia. Un mundo de juego y confianza, un mundo sin más temores que los que podía urdir la imaginación infantil, temores que se desvanecían tan pronto entraban en contacto con la realidad.

Una vida que arrancó hace 59 años en la plaza del Carbayón, en el cogollo de nuestra ciudad, y que lo hizo en un tiempo en el que, aun siendo la segunda mitad del siglo XX, perduraban todavía vestigios del XIX, como los lecheros que usaban el carro y el caballo como transporte, como las carboneras en los bajos del edificio. Un mundo que se transformaba.

59 años, digo, que, en alguna medida, son tres siglos: los vestigios del XIX a los que acabo de referirme, el siglo XX, con su memoria y pesadillas, y el siglo XXI actual. Todo ello, según los tópicos, en un suspiro, pero un suspiro profundo que abarca tanto y tanto.

No creo, con perdón de César Vallejo, que el día que nací Dios estuviese enfermo, más bien, me atrevería a asegurar que el mundo caminaba a pesar de las trabas del momento y de los lastres del pasado. Más bien creo, que la intrahistoria entendida al unamuniano modo seguía nutriéndose de los trabajos y los días de tantos sueños y angustias.

16 de febrero de 2016, hay una luz en aquella casa, que no llega a iluminar los cristales, se diría que es más bien penumbra. Los que quedamos de aquel entonces puede que ya no seamos los mismos, que diría Neruda, pero es mágico percibir internamente que esto que estoy contemplando me habita, lo llevo incorporado, forma parte  del repertorio de vivencias que viaja conmigo en esa mochila invisible externamente de la memoria individual, partícula de una intrahistoria que va mucho más allá.

Saber que estamos, saber que somos, saber que mucho de lo que en cada momento nos abruma y nos cercena no es más que una vestimenta que, en el momento mismo en el que la memoria rebobina, va a parar al perchero hasta nueva orden.

Somos también aquello que descuidamos, aquello que dejamos en una especie de desván, al que necesitamos visitar con cierta asiduidad para recomponer el relato de lo que nos forja y nos sostiene.

59 años que celebro en el mismo entorno que me vio nacer. ¿Cómo no sentir un vértigo inevitable, unos ayes llamados a conmover al ver y recrear paredes, balcones, aceras, edificios que dan cuenta del momento en el que llegamos a este mundo, que dan cuenta del momento en el que nuestra vida comenzó su andadura?

Y lo curioso es que no estoy volviendo la vista atrás como el personaje bíblico, sino que siento y percibo que el presente se ensancha con las incorporaciones que la memoria despliega.

Soy el niño que bajaba y subía correteando por las escaleras del edificio que está frente a mí. Soy el niño que hablaba con los taxistas. Soy ese niño que escuchaba a su madre en el mirador. Soy el niño que se acostumbraba al ritmo de las teclas de la máquina de escribir de mi padre. Soy el niño que me preguntaba qué podía haber dentro del televisor. Soy el niño que le habla al adulto. Soy el adulto que mima al niño. Soy un presente continuo al que contemplan 59 años. Soy un presente continuo que contemplo esos 59 años. Soy un presente continuo que sigo recordando  lo rescatado y anticipando lo que va a acontecer.

Soy esa vida que sigue, que tiene que seguir, que quiere seguir, porque, como escribió Lorca, soy amor, soy naturaleza. Porque lo soñado junta pasado, presente y futuro. Y bulle. Y hasta se escabulle de aquello que Quevedo llamó la ley severa.

LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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