Oviedo, 3 de julio. Minutos antes de las ocho de la tarde. Cielo gris, humedad y bochorno en el ambiente. A esa hora, por el centro de la ciudad, mucha gente transita las calles con bolsas de la compra, más bien ropa que alimentación. A su vez, no es fácil encontrar una mesa libre en cualquier terraza del corazón vetustense. Hay pesadez en el ambiente, incluso ‘pesantez’ para las mentes más filosóficas.
De repente, la tormenta. De repente, una fuerte granizada. Toca ponerse a cubierto, mirar al cielo e intercambiar gestos de asombro con las personas que se tienen más cerca. Las bolas de granizo son de un tamaño considerable.
Hay quienes no se pierden la ocasión de poner sobre la palma de la mano una muestra de las enormes bolas blancas. La muestran a quienes tienen al lado, incluso la fotografían con su móvil. Es el acontecimiento de la jornada para dar cuenta de él en las redes sociales, precisamente en el día en el que hubo muchos fallos en cuanto a imágenes y vídeos que se cuelgan para dejar constancia de lo acontecido por cada cual.
Lo realmente asombroso, para mí, no fue la tormenta, ni tampoco el tamaño de las bolas de granizo, sino el hecho de que semejante tormenta de piedra no enfrió el ambiente, que es perfectamente posible disfrutar de un helado o de un refresco al tiempo que se contempla la enorme bola de granizo sobre la palma de la mano.
Mientras Europa cenaba ayer a las ocho de la tarde, en Oviedo se ultimaban las compras y se departía en las terrazas. En Oviedo, la gente se ponía a techo no sólo para librarse de la granizada, sino también para contemplar el acontecimiento que caía del cielo oscuro y gris.
Duró muy poco la granizada, pero fue, con permiso del discípulo de Juan de Mairena, el gran evento de la jornada.
Y es que no sólo se produjo la descarga resultante de la tormenta. Tengo para mí que aquello tuvo sus complicidades en las mentes de muchas personas, que tal vez esperaban que sucediese algo digno de ser contado, de ser mostrado.
Tormenta breve en lo que al granizo se refiere, breve e intensa. Y, sobre todo, con su no sé qué de magia, con su no sé qué de conmoción, con su no sé qué de desahogo. El cielo siguió gris. Sobrevino el sosiego del crepúsculo. Se diría que todo se reanudó en pocos minutos.
Hacia las ocho y media me puse en marcha camino de Lanio. Desde la galería de casa, se veía una corona de niebla sobre el Pedrorio, pero, por no se sabe bien dónde, el sol quería asomar sin lograrlo. Cielo tiñoso, verdor intenso. Niebla baja sobre el río Narcea.
La casa sosegada. También el cielo se calmó, tapando las estrellas. Y, tejas abajo, las luciérnagas tardaron en dejarse ver al pie de los muros.