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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: El pequeño Carbayón

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“Tengo yo la entrada/ De tus recuerdos, quietos, encerrados/ En mis caricias: forma de tu vida. Arriba”. (Manuel Altolaguirre).

 

El hombre atraviesa el presente con los ojos vendados, sólo puede intuir y adivinar lo que de verdad está viviendo; y después, cuando le quitan la venda de los ojos, puede mirar al pasado y comprobar qué es lo que ha vivido y cuál era su sentido”. (Milan Kundera).

 

Frente a la casa de nuestra infancia, en la Plaza del Carbayón, allí estaba, pegado a  una de las fachadas laterales del Campoamor, aquel rincón tan cercano y entrañable, donde estrenamos nuestras primeras bicicletas un día de Reyes con el raquítico sol de enero, donde aireábamos nuestros juguetes, donde todo tenía que hacerse partiendo del corto recorrido que aquello permitía. Allí estaba, sí, el pequeño Carbayón, que pretendía rendir homenaje y servir de recuerdo al centenario árbol que se había talado en el siglo XIX. Y a su alrededor, un espacio muy pequeño, como un parque en miniatura que frecuentamos tanto y tanto cuando niños.

Era, no obstante sus reducidas dimensiones, un espacio de libertad donde no había lugar para los coches, donde tampoco nos interrumpían los viandantes que transitaban por las aceras. Era nuestro rincón al aire libre que apenas sufrió modificaciones desde entonces, salvo que desapareció la verja que de algún modo servía de cierre en uno de sus laterales. Era, con todo y a pesar de todo, un rincón para jugar, y tocaba discurrir algo que fuese divertido, sin los riegos que podía comportar un balón que terminaría por cumplir su destino escapándose a la calle, sin ningún invento que obligase a recorridos de alcance. Bien mirado, es posible que aquello hubiese potenciado nuestra imaginación. Cualquier pedagogo de pro rubricaría esto que digo.

Lo cierto es que allí todo armonizaba Un pequeño árbol en un entorno muy reducido. Una especie de Carbayón de juguete que estaba y sigue estando vivo y esplendoroso. Un carbayón y un parque, ambos en visión minimalista. Ambos adorablemente atopadizos.

Por otra parte, resulta muy curioso que no tenga recuerdo de haberme encontrado nunca aquello lleno de gente que nos impidiese movernos, ni tampoco se dio en ningún momento la circunstancia de que no hubiese sitio libre en el banco para sentarnos y decidir qué hacer y a qué jugar.

Aquello venía a ser en gran parte el patio, el pequeño patio de casa. Y, por otra parte, confieso que me divertía y entretenía mucho ver desde allí todo el movimiento que había delante de nuestra casa, empezando por la parada de Taxis que había delante de nuestro portal, cuyo número de teléfono sólo se diferenciaba del nuestro en un dígito, por lo que era frecuente que recibiésemos llamadas solicitando servicios de transporte.

Los taxistas, sí, los taxistas, que eran, ante todo, vecinos nuestros y que, en mi infancia, estaban tan pendientes como nosotros de las obras del Caserón de Santa Clara encaminadas a convertir aquello en lo que es hoy la Delegación de Hacienda.

 

También resultaba muy llamativo el movimiento de gente que había alrededor de la Caja de Previsión, desde las personas más habituales que trabajaban allí hasta los visitantes ocasionales que iban a hacer gestiones.

Pero lo más tranquilizador de todo era tener enfrente el mirador de nuestra casa y verlo en mi imaginación desde dentro, en una especie de desdoblamiento que implicaba rescatar vivencias muy cercanas incorporándolas al momento presente. Porque aquello era de ida y vuelta, es decir, también desde el mirador, cuando reparaba en el pequeño Carbayón, actualizaba el recuerdo último y me anticipaba también a la cita más próxima que tendría allí con mis juegos.

Allí, de espaldas a una de las fachadas del Campoamor, pensaba en ocasiones en las películas que ya había visto, así como las que esperaba ver. Pensar el cine fuera de las horas de la función. Pensar el cine cuando tocaba jugar.

No deja de llamar mi atención, por otro lado, (nunca mejor dicho) que si el rincón que vengo rescatando fue un territorio de la infancia, el que estaba justo enfrente, el otro lateral del Campoamor, formaría parte, unos cuantos años más tarde, en plena adolescencia, de otra referencia en mis recuerdos, como fue la discoteca que tenía por nombre “Carillón”, amplia y cómoda, donde la pista de baile parecía más bien un escenario para actuaciones musicales.  Y, a decir verdad, de entrada uno se cortaba a la hora de salir a bailar allí, aunque la lucha contra la timidez también va en el guion de la andadura personal.

Pero volvamos a lo que aquí nos traía, al pequeño Carbayón y sus alrededores. En aquel banco, también se contaban historias, nos las contábamos, por fortuna, con la dosis de fantasía tan necesaria para un buen aderezo. Cuando las limitaciones del reducido espacio que aquello tenía se acusaban más, confieso que añoraba mi pueblo, con toda la libertad del mundo para andar en bicicleta hasta el agotamiento; con toda la libertad del mundo para practicar el fútbol; con toda la libertad del mundo para jugar al escondite sin necesidad de repetir el escondrijo en el que inevitablemente éramos pillados muy pronto.

Añoraba, en efecto, Lanio. No necesitaba ni siquiera cerrar los ojos para verme jugando en el patio de casa, para verme corriendo detrás de un balón en un campo con todo el espacio necesario, para verme bajo grandes manzanos y naranjos donde tanto me gustaba cobijarme.

El pequeño Carbayón, el Carbayón en miniatura. ¡Qué heroico homenaje todo aquello a lo  mejor de la intrahistoria ovetense! No sólo estábamos al lado del árbol que rendía culto al legendario Carbayón, sino que además presidía todo aquello el Teatro Campoamor, con el que Clarín había soñado para que la ciudad contase con un Teatro a la altura de su tiempo. Y, por si ello fuera poco, los viejos muros del Caserón de Santa Clara, convento y cuartel en otras épocas, estaban en proceso de albergar algo nuevo en su uso, sin recogimientos de oración y silencio, sin ruidos de armas y militares, sin combates de boxeo. Llegaba la burocracia para quedarse y aumentar así los servicios administrativos en tan poco espacio entre la Caja de Previsión y Hacienda. Llegaba la modernidad, llegaba el siglo XX, pidiendo permiso a la centuria anterior, sin avasallar. Llegaba el siglo XX con el protocolo aprendido de un visitante bien educado.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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