>

Blogs

Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: De esplendores y sordideces

« ¿Dónde está la memoria de los días/ que fueron tuyos en la tierra, y tejieron/ dicha y dolor y fueron para ti el universo?». (Borges).

«Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño». (Borges).

Imaginen por un instante el entusiasmo con que alguien transmitió determinadas vivencias que supusieron deslumbrantes y asombrosos esplendores en el transcurso de una vida en la que, por imperativo de las circunstancias, muchas veces pintaron bastos. Imaginen por un instante, poniéndose en situación, que quien transmitió todo aquello vino al mundo en los primeros años del siglo XX, con todo lo que ello supuso a la hora de conocer sueños y padecer horrores. Imaginen por un instante ese lado lúdico y esplendoroso de la vida, ese ángulo oscuro y deslumbrante de la noche, de la diversión, del placer, de la letra y la música de una evasión con parada y fonda en lo voluptuoso. Imaginen, por un instante, el texto y el contexto de lo que a continuación se dará cuenta.

MARIO ROJAS

En efecto, el texto y el contexto. En efecto, Oviedo. Yo sabía que el local del que me habían hablado venía de otra ubicación que fue anterior a la de la calle los Pozos. Me refiero al Café Suizo. Yo me daba perfecta cuenta de que allí adentro no podía habitar el esplendor de los relatos que se me habían transmitido: una música que envolvía, unas mujeres que cantaban y bailaban cautivando casi tanto como Marlene Dietrich en sus mejores tiempos. Una cristalería que reflejaba los licores más deliciosos y chispeantes que se saboreaban al tiempo que se contemplaba el espectáculo de ensueño de cada noche. Escotes de vértigo, lencería de lujo, piernas tan largas y tan bien torneadas que no podían no enloquecer. Y unas curvas que eran la divina hoja de ruta del viaje más erótico que imaginarse cabe.

La noche, sí, la noche, el tugurio cerrado durante el día y que, en las madrugadas, obsequiaba con espectáculos que hacían olvidar las miserias de lo cotidiano. El tugurio como la cueva que escondía un tesoro cuyos destellos emergían en el escenario dejando boquiabiertos a quienes asistían al espectáculo.

Pero, ¡ay!, aquello no podía ser. Allí adentro no era posible tanto esplendor, sino más bien todo lo contrario. Quedaba el rótulo. Quedaba el relato que buscaba un escenario fuera de aquella realidad visible que sólo podía albergar sordideces y episodios lúgubres.

Pero, ¡ay!, del mismo modo que Marsé le escribió una canción a Serrat que hablaba de ‘los fantasmas del Rosy’, un cine barcelonés, el exterior de aquel local tan cercano a la plaza de Riego, me hacía evocar otros fantasmas, aquellos otros de una especie de cabaret en los años 20 y 30 antes de que la tragedia se cebase sobre la realidad de las gentes que vivieron aquello.

¿Y de qué fantasmas, en el buen sentido, hablo? ¿Y de qué fantasmas me hablaban? Pues, miren, de legendarios futbolistas de aquella época que vivían intensamente la noche y que, sin embargo, alcanzaban la gloria jugando cada domingo. De legendarios futbolistas que disfrutaron de aquello con ambición y en la mejor compañía de aquellas mujeres que atraían con locura. De jóvenes que se refugiaban allí de la moralina de cada día, moralina de púlpito y confesionario que no dejaba de adolecer de olor a rancio y de puesta en escena marcada por la hipocresía. De descanso, del descanso de una vida cotidiana que, para muchos, no concedía grandes treguas. De rebeldía contra la moral impuesta, a favor del descaro y del placer. De conspiraciones, más o menos implícitas, más o menos explícitas, en tan heterodoxos escenarios para semejantes lides.

De esplendores y sordideces. ¡Qué contraste, Dios mío, qué contraste, a la hora enfrentar y confrontar los susodichos relatos con lo que daba a entender aquel rótulo con el nombre del café en donde figuraba también la propaganda de una marca de tónica!

Insisto y debo insistir en tan hiperbólicos contrastes. Y es que, a la hora de hacer la referida confrontación, no podía dejar de pensar en aquel antes y aquel después que fue tan socorrido y recurrente durante décadas.

Aquel antes y aquel después que se manifestaba con la expresión que hablaba de ‘antes de la guerra’. Y, claro, el antes siempre era mejor, en todo: desde el patrimonio de la familia de la que se hablaba hasta de la calidad de determinados productos. El esplendor siempre se correspondía con el pasado, un pasado glorioso, frente a la ruina o, en todo caso, las escaseces del momento presente.

Y es que, a aquella generación que vivió su primera juventud en los años 20 y 30 hasta el estallido de la dichosa guerra, pocas cosas le resultaron ajenas, muy pocas. Sabían que el espectáculo había comenzado, que la fiesta reclamaba concurso y presencia, que la moral pública presentaba fisuras, que los límites estaban para ser incumplidos, con mayor o menor irreverencia, que el frenesí era irrenunciable, que los reclamos de la carne, si además estaban bien envueltos y acompañados de música y letra, eran irrenunciables, que la evasión tenía horario y locales donde representaba su liturgia. Y la referida generación, además de haber vivido todo aquello, con todo el cargamento, no pequeño por cierto, de contradicciones, tenía que contarlo, tenía que contarlo, sobre todo, cuando los apagones, tanto biológicos como históricos, dieron al traste con tan sublime y cargado repertorio de placeres de ensueño, de delirios portentosos y poderosos.

Insisto: me tocó ver el recuerdo en prosa de unos esplendores, una prosa que se anunciaba en un cartel, un cartel cuya intrahistoria me habían transmitido.

Pero siempre quedó –y les quedó– la música, que diría Aute, la música y la letra desenfadada y alegre de unas canciones que a veces, en momentos de melancólica remembranza, venían a sus labios poblando de nostalgia las miradas, de una nostalgia, con todo, balsámica, porque daba cuenta aquella añoranza de momentos inolvidables que siempre atesoraron.

De esplendores y sordideces. Los primeros, lejanos y confundidos con la ensoñación. Los segundos, cercanos y molestos, tanto que no permitían detenerse ni siquiera a observar desde afuera el interior un lugar que sepultaba los resplandores dorados de desmadres memorables y de escenas enmarcadas para siempre en un mundo de sueños que se tornó realidad tangible en forma de cuerpos en los que el deseo se hizo deidad.

El licor, las piernas, la lencería, los escotes. El divino cabaret, a veces, desgarrador; a veces, séptimo y sellado cielo.

Temas

Blog de Luis Arias Argüelles-Meres

Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


octubre 2015
MTWTFSS
   1234
567891011
12131415161718
19202122232425
262728293031