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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: “Jardín de los Reyes Caudillos”

 

“Las verdades son ilusiones de las cuales se ha olvidado que son metáforas que paulatinamente pierden su utilidad y su fuerza, monedas que pierden el troquelado y que ya no pueden ser consideradas más que como metal, no como tales monedas”. (Nietzsche).

A veces, vale la pena dejarse llevar por el afán del momento. En ocasiones, sin haber trazado propósito alguno, decidimos abrir un paréntesis en medio de la cotidianidad, deteniéndonos a contemplar algo, a pensar acerca de un determinado tema, a rescatar un recuerdo, a imaginar una situación próxima, a trenzar una conversación que nos gustaría haber mantenido, o que desearíamos que tuviese lugar pronto.
A veces, en efecto, hay que detenerse, dejándonos llevar por el ímpetu del momento. Así lo hice recientemente, al pasar por delante del llamado “Jardín de los reyes caudillos”. Hay que ir más allá de la llamativa denominación que procede de 1942, y que es fácilmente explicable atendiendo a la fecha. Allí, justo al lado de la Catedral, se les rinde homenaje, mediante obras escultóricas de mérito incuestionable, a los reyes más conocidos de la monarquía asturiana.
Al lado de la Catedral, digo. No sólo se pone de manifiesto la cercanía de los poderes, la comunión entre el Trono y el Altar, tan omnipresente durante tantos siglos. Es que, más allá de eso, lo genuino, que, según creo, nos define en gran medida, es lo mucho que simboliza la Monarquía Asturiana acerca de lo que fuimos y somos en esta tierra.
Una monarquía que, sin entrar en otras consideraciones históricas que no son del caso aquí y ahora, se desplazó fuera de nuestra tierra, como lo hicieron tantas familias llegado el momento. Una Catedral que quedó inacabada si se piensa en su peculiaridad de contar con una sola torre.
De un lado, estamos ante lo de siempre: ante esplendores y decadencias. Pero, en nuestro caso, habría que añadir un factor más: una suerte de designio que nos lleva abandonar nuestra tierra, que nos impele a dejar inacabado un proyecto que, en el tiempo, es de antes y después de nosotros mismos.
Si aceptamos que aquella Monarquía se trasladó, si dejamos de ser Corte, ello podría llevarnos a pensar en ese designio al que acabo de referirme: históricamente, los esplendores son efímeros y, al final, está el abandono de lo nuestro, la marcha, la emigración. Al final, lo grande no encuentra acomodo en una geografía tan pequeña.
Viene a ser como la contemplación de una casona solariega en la que, tras su época de esplendor, la estirpe se fue de allí en busca de otros horizontes. Nuestra tierra nos cautiva, nos atrapa, la amamos con intensidad, pero, en un momento dado, la tenemos que dejar, se nos queda pequeña. ¿Será éste nuestro sino?
Más allá del significado de la Monarquía Asturiana propiamente dicha, más allá del valor artístico de las esculturas del jardín que nos ocupa, lo que se pone de manifiesto al contemplar el enclave del que vengo hablando es nuestra inveterada tendencia histórica a la discontinuidad y al abandono de nuestra tierra.
No sólo hablamos de un proceso histórico en el que la decadencia está, forzosamente, en el guion; es que, además, nos topamos con el sino de una geografía que, antes de que se produzca el declive, nos lleva a dejar atrás lo nuestro.
“Jardín de los Reyes Caudillos”. Insisto en que la denominación se las trae. Pero, más allá de la nomenclatura propiamente dicha y a la paternidad en tal denominación del que fuera canónigo, don Cesáreo Rodríguez y García-Loredo, lo fascinante son las piedras nobles, las esculturas de los reyes, el entorno catedralicio. Raigambre asturiana que luce con el sol, que se ensimisma con la lluvia y el frío y que manda sus destellos mágicos, propios de la leyenda, por las noches.
“Jardín de los Reyes Caudillos”. Al observarlo, confieso que se tiene la sensación de que esos monarcas asisten, en un lugar de privilegio, a las liturgias más solemnes que tienen lugar en la Catedral. Y asisten desde sus piedras nobles, subidas a los altares de lo artístico, por los escultores que los homenajearon.
Monarcas astures en una rinconada de privilegio, extraños testigos de trasiegos a lo largo de un tiempo que, desde largos siglos, dejo de pertenecerles.
En más de una ocasión, me hubiese gustado sentarme allí. Contemplarlos muy de cerca uno a uno. Prestar atención a sus rasgos, a sus trazos, confrontándolos con los relatos históricos que los libros y las leyendas atestiguan.
“Corte en lejano siglo”, escribió Clarín en los comienzos de su suprema novela. Lejanía histórica, en efecto. Cercanía geográfica, sin embargo.
Pienso en el término asturiano “atopadizo” que, según Ortega, “es el único que traduce exactamente el gemülich alemán y el cosy inglés”. Y, desde luego, esa “rinconada”, como se le llamó antes de los caudillajes y caudillos, se presta totalmente a ser definida con el vocablo asturiano que el autor de “La idea de principio en Leibiniz” decidió incorporar al léxico de la filosofía. (Entre paréntesis: quienes sienten tanto odio al asturiano deberían tomar nota de ello).
“Rinconada”, atopadiza. Conviene detenerse a contemplarla, más allá de los datos históricos, más acá de las petulancias de todo presente. Más acá de nosotros mismos.
No echamos de menos la torre que supuestamente le falta a la Catedral. Al final, esa teórica carencia es pura originalidad. Y, por otro lado, asistimos a esta rinconada como quien presencia una serie de personajes que están en lo legendario y en la leyenda.
Frente a tan singular “rinconada”, somos nosotros quienes contemplamos a la historia, quienes la representan con presencia escultórica no reparan en nosotros, no podemos interesarles.
Antigua Corte. Legendarios monarcas, topados en un enclave que, por definición, es “atopadizo”.
Observo que pasa por delante una señora abanicándose. No mira hacia el rincón, sino hacia sí misma, acaso abatida por el calor. Segundos después, un señor se detiene y despliega una guía turística. Vuelve la cabeza hacia el enclave que nos viene ocupando. En su mirar, más que asombro, se perciben interrogantes, interrogantes que me hacen recordar lecturas y relecturas.
Por un momento, pienso en Pérez de Ayala, rodeado de sus personajes novelescos. La retranca estaría muy bien servida.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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