“Me atrevo a dar el consejo de escribir, porque es agregar un cuarto a la casa de la vida”. (Adolfo Bioy Casares).
El primer recuerdo que tengo de esta plaza es la niebla. Era una tarde de invierno. Habíamos dado un paseo por el Fontán. Y, al llegar a las inmediaciones del Ayuntamiento, recordé una conversación en la que se hablaba de una historia relacionada con el palacio que da vida a la Plaza del Sol, una historia que, llegado el momento, me daría claves importantes para descifrar parte de la vida de un antepasado en el que me interesé hasta el extremo de novelar su trayectoria, que era, a decir verdad, muy enigmática y melancólica, llena de episodios inquietantes y cercenada por un montón de cabos sueltos.
Plaza del Sol. ¿Por qué ese nombre en Oviedo? ¿Por qué ese nombre en Asturias? Lo cierto es que lo más llamativo que tiene es su tamaño, pequeño, como casi todo lo nuestro, una plaza que, además, no cabe concebir sin el señorial inmueble que la habita. Una plaza que parece diminuta como esparcimiento, no ya para la ciudad, hablando en términos históricos, sino incluso para la casona que la preside, que seguro que siente cierta asfixia y que parece buscar respiro calle abajo, como si esas escaleras que la circundan marcasen la salida y el alivio. Como si esas escaleras señalasen la finca que reclama, el solar que le pertenece, solar que tiene que ir mucho más allá de los límites que marca la Plaza propiamente dicha.
A veces, al pasar por allí, tuve una extraña sensación: como si la Plaza del Sol fuese un vestíbulo dentro de una vieja ciudad amurallada y la casona estuviese allí, como un mueble demasiado grande para tan reducido espacio. Y el contraste entre lo grande y lo pequeño fuese el mayor atractivo de este lugar al que, estoy seguro, contemplan los siglos.
Pero es que hay más: no sólo le falta espacio a tan señorial construcción, le falta también protección, muros que preserven su intimidad, muros que la aíslen del devenir cotidiano. ¿Y esos muros que parece buscar no serán los de la muralla de Oviedo, que ni se cierra ni se abre, pues de ella sólo quedan restos atestiguándola?
¡Cuánta melancolía! ¡Cuánto desajuste entre el pasado y el presente!
Plaza del Sol, que marca el vacío entre el pasado y el presente, entre un pasado y un presente al que le faltan caminos y espacios para ser transitados con solución de continuidad.
Bien mirado, ¿no es cierto que la plaza que estoy describiendo se manifiesta –y mucho- como una poderosa metáfora de las dificultades que tiene redondear una historia, cerrando las fisuras, resolviendo los cabos sueltos, una historia lineal sin claros, sin vacíos, sin sendas sepultadas? Poderosa metáfora, digo, de un pasado que no se muestra a la vista y que, al mismo tiempo, lo que aún permanece en pie llama a gritos.
La niebla, digo, como protagonista, mientras el sol sólo estaba en la denominación de la plaza. Y, con esa niebla, envolviendo la plaza y su inmueble, se apoderó de mí la curiosidad por rescatar los fantasmas que en su día la habían habitado, por concebir situaciones que se habían producido intramuros, convirtiendo las siluetas en seres reconocibles, poniéndoles voz y reconstruyendo conversaciones y gestos.
La niebla dio paso a una lluvia, que, sin volverse intensa, llegó a ser persistente, lo que me llevó a dejar para otro momento mis incursiones literarias. Fui a un café cercano en la calle Cimadevilla. Tuve la suerte de que estaba libre una mesa muy cerca de la entrada. Desde allí, pude observar que la lluvia no cesaba, al tiempo que los paraguas iban y venían con cierta parsimonia.
Fui dejando atrás la historia del antepasado y, centrándome en el momento, me resultó divertida la paradoja de que aquella vivencia que había tenido en la Plaza del Sol se encontrase tan lejos de hacer honor a su nombre.
Plaza del Sol, pues, avistada en una jornada neblinosa. Plaza del Sol, escenario de una trama novelesca. Plaza del Sol, en una suerte de especial viaje a un pasado cuyo acceso sólo puede ser posible mediante reconstrucciones literarias.
Andando el tiempo, en aquellas noches por el Oviedo antiguo en las que no había prisa, en las que las conversaciones se prolongaban sin que nadie mirase el reloj, en las que casi siempre nos acompañaban libros sobre las mesas y mostradores, en las que la actualidad resultaba muy difícil de separar no sólo de referencias al pasado, sino también y sobre todo, de posibles (y muy deseables cambios) que no podrían demorarse mucho.
En aquellas noches por el Oviedo antiguo, digo, acostumbraba a asomarme a la Plaza del Sol cada vez que pasaba cerca, siempre con el mismo recordatorio sobre el antepasado al que ya hice mención. Y, sobre todo, me planteaba la historia de aquel edificio, que, a decir verdad, siempre me lo imaginé por dentro destartalado.
Y, en efecto, la primera vez que puse los pies en su interior, cuando lo habían convertido en la sede de la Consejería de Cultura, la realidad confirmó lo que me había imaginado. Se percibía con claridad que aquellas estancias no estaban adaptadas a su destino, a ser sede de una dependencia institucional, aquello, por dentro, era más casa que oficinas. Se diría que la voluntad de sus muros era muy otra.
Muchos años después, antes de que la sede de la Consejería de Cultura se trasladase al Calatrava, la última vez que estuve en el edificio de la Plaza del Sol, fui a parar a una oficina pequeña, eso sí, con los techos muy altos. Y, una vez más, tuve la sensación de que había una tremenda distancia entre el marco y el cuadro.
Al salir de allí, con el pertinente registro de entrada sellado en los papeles, un sol, todavía raquítico en las postrimerías del invierno, animaba la jornada.
La Plaza del Sol seguía con sus desajustes que los siglos no habían resuelto.
Ni resolverán.