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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: La Muralla.

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“Este temporal a destiempo, estas rejas en las niñas de mis/ ojos, esta pequeña historia de amor que se cierra como un/ abanico que abierto mostraba a la bella alucinada: la más/ desnuda del bosque en el silencio musical de los abrazos”. (Alejandra Pizarnik).

“Lo visible es un adorno de lo invisible”. (Juarroz). .

La muralla, la vieja muralla de Oviedo. ¡Qué desapercibida pasa, a pesar de su altura! A primera vista, y a poco que se conozca lo que es Asturias, si caminamos a su lado, nos parece que es un viejo y alto paredón que en su día cercaba una enorme finca y protegía no se sabe bien qué mansiones. Pero, al transitar por Vetusta, no se tiene la sensación, ni de lejos, de estar atravesando una ciudad amurallada, lo cual resulta muy paradójico si pensamos en el síndrome de insularidad existencial que está en el hondón de Asturias, que está en nuestros arcanos como tierra y como pueblo, con o sin bucles melancólicos.

La primera referencia literaria que recuerdo a la muralla de Oviedo proviene de una novela de Palacio Valdés, “El Maestrante”, donde nuestra ciudad recibe el nombre de Lancia. Y debo confesar que ni esa novela ni ese autor despertaron nunca en mí entusiasmo alguno.
Distinta cosa es aquel recorrido con la muralla de Oviedo por la calle Paraíso. Fue una noche de diciembre a principios de los ochenta, una de esas noches invernales en las que el viento sur le juega una mala pasada a la estacionalidad y paraliza el frío, generando en el paisaje y en el paisanaje confusión a todo trance.
Al pie de la muralla, un verde musgoso castigado por las heladas y las lluvias, mustio, como en letargo, a la espera de la estación primaveral. La luna estrenaba su creciente, parecía un gajo de limón colgado sobre un cielo con pocas y dispersas nubes.
La cazadora daba calor y me pesaba. Mientras, me preguntaba dónde acabaría el paredón que tenía al lado. No sólo era consciente de que aquello había cercado algo que se había ido desparramando por la ciudad sin freno alguno, sino también de que en la misma muralla faltaba mucho, sólo quedaban trozos, sin apenas trazos, además, sin nada que sustentar, desprovisto de aquellos detalles que eran como la guinda del pastel. Por ejemplo, almenas.
Tras el periplo, fuimos a un pub. Y hablamos de la muralla, que tan cerca la teníamos de nuestra Facultad y que, sin embargo, su presencia se hacía notar tan poco, y su irrelevancia en nuestra atención no venía motivada por cuestiones visuales, sino por causas acaso mucho más profundas, como si lo que hubiera intramuros fuese muy posterior a aquello que había cercado en su momento, como si hubiese un desfase irresoluble entre los restos de la muralla y todo lo que tenía a su alrededor.
Acaso la muralla era como la Edad Media, una desconocida, más allá de los cuatro topicazos que se repetían en todos los manuales.
Y, de repente, caímos en la cuenta de la soledad de la muralla, soledad triste que atestiguaba el musgo ajado que la acompañaba y marcaba su presencia. Y, de repente, caímos en la cuenta del encanto estético que, como ruina, tenía la muralla, como ruina y, tal vez, como presencia única de una ciudad que ya no existía y que resultaba dificultoso reconstruir con la imaginación por muy auxiliada que ésta estuviese en los datos.
Melancólica y solitaria muralla, tan melancólica y solitaria como aquella chica a la que habíamos visto minutos antes apoyada en ella, como si temiese derrumbes anímicos que parecían cernirse sobre ella.
Muralla muda y sorda, de algún modo invisible, a pesar de su envergadura, jugarreta de la historia que nos la ponía delante para que le diésemos significado, para que buscásemos sus días de esplendor. Y, de algún modo, aquella muchacha a la que habíamos visto en nuestro recorrido era una especie de metáfora viviente de la referida melancolía, de aquella soledad, de aquella ausencia de cosas cercanas que realzasen su significado.
¿Ruina de qué? ¿Ruina de quién? Demasiado grande para considerarla reliquia. Demasiado sola para vincularla al resto de la ciudad. Piedras, legendarias piedras, fuera de su tiempo, testigo sin registro y código para hacerse entender. Algo muy grande y lejano, escenificación de la soledad.
La muchacha que se apoyó en la muralla, ahogando, no sabíamos bien si vómitos o llantos, acaso necesitaba imperiosamente ser escuchada y atendida. Ya digo: metáfora viviente: la congoja.
Asimismo, nos planteamos que la muralla de Oviedo jugaba al escondite, o que, más bien, era la historia la que jugaba al escondite con ella. Pensamos en el pequeño trozo que había al otro lado, en la plaza de Riego, trozo que, a la vista, más que reliquia de otra época, se diría que sí estaba incorporado a la ciudad como algo muy posterior a lo que se dejaba ver en la calle Paraíso.
Piedras juntas en su día. Sin embargo, ahora desgajadas. Solitario lo grande, lo que se ve en la calle Paraíso; protegido y protector lo pequeño lo que asoma en la plaza de Riego.
Entonces, ¿quién jugaba al escondite: la muralla con la historia, o, era, por el contrario, la historia con la muralla?
Calle Paraíso. En otra ocasión, en pleno día. Pero, a pesar de que la luz natural no estaba obnubilada aquella mañana por las nubes, la muralla seguía compareciendo totalmente ajena a lo que había sido nuestra Facultad. La maleza que quería apoderarla era como la historia: la quería cubrir, invadirla.
Plaza de Riego, una noche de junio, corta, de las más cortas del año. Bullicio de final de curso: aquel abrazo de despedida hasta muy entrado septiembre. Aquella música de Pink Floyd que tanto y tanto nos invocaba y nos convocaba. Aquellos versos de Claudio Rodríguez, marcados por una ebriedad clarividente. Aquellos destellos de una historia de amor verso a verso. Aquella etapa de la vida golpe a golpe. Aquel libro de Machado con las páginas amarillentas, con los versos subrayados. Aquel Oviedo, de un tiempo y un país, que aún no había abaratado los sueños.
Aquella noche tan corta. Aquella noche vivida, según el pensamiento de Bergson sobre el tiempo, con tanta omnipresencia en la poesía de un siglo que se iba y que, al mismo tiempo, quedaba entre nosotros. Nos poseía.
Alguien se preguntó acerca del nombre de aquella calle, calle Paraíso, ni natural ni artificial, sino mágico, poderoso y, sobre todo, onírico.

La imagen puede contener: cielo y exterior

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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