“Antes el aburrimiento que un placer mediocre.” (Edmond Goncourt).
Las imágenes del polémico pregón de Montecerrao, sin necesidad de escuchar lo que se decía o cantaba en aquel escenario, dejan muy claro que aquello era una puesta en escena marcada por la vulgaridad y la chabacanería. Se trata justamente de la importancia del marco en el cuadro, que, a decir verdad, encajaban al cien por cien, y no precisamente por su buen gusto.
Tras la polémica, se suscitaron cascadas de comentarios y desmentidos que, en primera instancia, desembocaron en una especie de Pleno improvisado en el Ayuntamiento de Oviedo en el que compareció el autor del pregón, declarándose víctima de no se sabe bien cuántas maniobras torticeras que se hicieron sin contar con él.
Lo que me sorprende es que el foco de la mayor parte de las declaraciones estuviese en las gogós. Y, por favor, entiéndase bien esto que digo. Desde luego, no es que su presencia fuese de un nivel artístico abismal, sino que, con ellas y sin ellas, aquello parecía una horterada superlativa.
No sé si el pregonero cantaba, recitaba o peroraba, pero, como digo, la puesta en escena era, en el mejor de los casos, tal y como declaró el edil de Ciudadanos, de “muy dudoso gusto”.
O sea, al espectáculo del pregón de marras, hay que sumar el que vino después con declaraciones, acusaciones y desmentidos. Todo un record de vulgaridad.
Ciertamente, volviendo a las gogós, no comparecieron de un modo muy diferente al que se puede ver en orquestas que actúan por las verbenas y romerías, lo cual no justifica que ello signifique elegancia, que, en todo este asunto, escaseó, por no decir que fue inexistente.
Acaso había que preguntarse qué es lo se entiende por un pregón, o, en todo caso, no parece que fuese necesaria esa puesta en escena, en la que las gogós de marras fueron la guinda del asunto, ramplón a más no poder.
Y, como colofón de unas fiestas que parecen haber sido perseguidas por un gafe, resulta que la traca final de fuegos artificiales acabó en incendio. O sea, que no habría que hablar de aguafiestas, sino de todo lo contrario, pero con idéntico resultado. ¡Madre mía!
Confieso que todo este culebrón tuvo su no sé qué de dadaísta. Y que, ante todo y sobre todo, fue una horterada, con su pachanga, su vulgaridad y su escandalera sainetesca.
Un poco de estética, por favor.