«El objeto de la vida humana es la felicidad del hombre, pero ¿quién de nosotros sabe cómo se consigue? Sin principio, sin fin cierto, vagamos de deseo en deseo y aquellos que acabamos de satisfacer nos dejan tan lejos de la felicidad como antes de haber conseguido nada”. (Rousseau).
“En las profundidades del invierno finalmente aprendí que en mi interior habitaba un verano invencible”. (Albert Camus).
La señora caminaba muy aprisa, se diría que abrazada a su abrigo, intentando alejar el frío que la invadía. El abrigo era azul oscuro y sus botones negros, aunque muy grandes, resultaban insuficientes para protegerla de la baja temperatura. Vi que miró hacia el interior del establecimiento cuando pasó por delante de Diego Verdú. Imaginé que se adentraría; sobre todo, me hubiese gustado que lo hiciese. Se la veía desangelada, con desasosiego. Pero siguió de largo y no tuve ocasión de advertir si en algún momento estuvo tentada a entrar. La perdí de vista, pero no pude quitármela de la cabeza durante el resto de la tarde. Quise creer que su casa no estaría lejos y que se acomodaría con el brasero y unos dulces, sacudiendo el frío.
Aquella tarde de diciembre no nevaba, pero hacía mucho frío. Y, en ningún momento, pude olvidar los episodios más llamativos de la película que habíamos visto en la televisión antes de salir a la compra. Se trataba del clásico “¡Qué bello es vivir!”, y me impresionaron mucho todas aquellas escenas en las que el protagonista comprobaba cómo hubiese sido la vida de sus personas más cercanas en el caso de que él no hubiese nacido. Por supuesto, final feliz. Por supuesto, apuesta por la vida. Pero la pregunta retórica que se hizo, implorando no haber nacido, mostraba ciertos abismos que, confieso, me invadieron.
Una vez que perdí de vista a la señora del abrigo azul, allí seguí, dentro de Diego Verdú, con las manos dentro de los bolsillos de la trenca. Mientras mi madre hacía la compra navideña, se me antojaba probar casi todos los turrones y dulces que se veían tras el mostrador. Sin embargo, el sacrificio no era grande, pues sabía que quedaban muy pocos días para degustar todo aquello. Y, por otro lado, seguía viendo el trasiego de gente que pasaba por delante del establecimiento. Y, sin saber exactamente los motivos, deseaba en el fondo, que la señora volviese a pasar por allí, comprase turrones y plasmase en su rostro la satisfacción que el frío le había arrancado de cuajo. Pero aquello se quedó sólo en intención.
Las Navidades en mi infancia eran, gastronómicamente hablando, el lechazo y los turrones. El primero venía embalado desde Burgos, pues cada año lo enviaba a casa la editorial Hijos de Santiago Rodríguez como presente a mi padre que formaba parte de los autores de los manuales escolares que publicaba entonces aquella empresa del sector. Y, en cuanto a los turrones, la referencia era, por supuesto, Diego Verdú. ¡Qué delicioso resultaba ser testigo de la compra navideña familiar que se hacía allí cada año, cuando se iban despachando turrones de distintos sabores, así como las glorias, los melindres, los mazapanes, las garrapiñadas y las almendras y los polvorones! Todo un festín asistir al momento en que se troceaban los turrones. Todo un festín rememorar su sabores y, al mismo tiempo, anticiparse imaginativamente a la más que golosa degustación. Todo un sacrificio respetar obligatoriamente la espera hasta que llegase el momento de dar cuenta de los postres más apetitosos del año.
En efecto, los sabores. En efecto, las mañanas sin madrugar para ir a clase. En efecto, el nacimiento y el árbol navideño. En efecto, la vida sin prisa y las compras. En efecto, la entrega de las cartas de Reyes al príncipe Aliatar de turno en alguno de los dos grandes establecimientos de entonces en la calle Uría, esto es, Botas y Al Pelayo. En efecto, las películas de televisión en blanco y negro, por lo común clásicos del cine, eso sí, toleradas para menores. En efecto, la vida lúdica , por lo común de puertas adentro, pues, aunque no siempre nevaba, el clima invitaba a resguardarse en casa.
Pero, ante todo y sobre todo, callejear era el tránsito por la calle la Rúa y Cimadevilla hasta Diego Verdú. Recuerdo que en alguna ocasión era tal el lleno en el establecimiento que se posponía la compra y paseábamos por los alrededores. Incluso en alguna Navidad llegó a darse el caso de posponer la compra para otra hora. Por fortuna, esos imprevistos entraban en el guion y nunca se hizo la compra en el último momento.
Si lo más rico de la comida era el postre, lo mejor del año tenía que ser, lógicamente, la cena de nochebuena, cena que era el postre del año. Y aquellos postres con turrones tan deliciosos y variados eran el mejor colofón a unas fiestas muy familiares en las que el mundo parecía el escenario idóneo para disfrutar de la vida.
Pero, por fortuna, los turrones no se acababan en nochebuena, allí seguían acompañándonos todas las Navidades. Podría decirse que todas las Navidades eran la Nochebuena. Y podría asegurarse también que el año nuevo tenía su puesta en escena la mañana del día de Reyes con los regalos correspondientes. Despedir el año de noche. Recibir el nuevo año muy de mañana con regalos. Por eso, la vida era entonces un calendario marcado por celebraciones jubilosas que, como el turrón, endulzaban todos los sinsabores posibles, todas las dudas que podían acecharnos.
Y vuelvo a aquella tarde de diciembre, en la que faltaban pocos días para la Nochebuena. Vuelvo a Diego Verdú, al deseo oculto de que aquel año no hubiese turrón de coco, que era el único que no me gustaba. Vuelvo también al recuerdo de aquella señora del abrigo azul. Hubo un momento en el que quise imaginarme que, en realidad, ella, a su modo y manera, (más bien, al de mi caprichosa imaginación infantil) había salido de la película a la que antes hice mención. Y no es que se preguntase para qué había nacido, sino que eso se lo formuló alguien que daba sentido a su vida, que la estabilizaba, pero que, de repente, la señora del abrigo azul se hizo a la idea que, en verdad, no existía la persona que era más importante en su vida. probablemente, un hijo suyo. De ahí, su desasosiego, su frío, su desangelamiento.
Aquel mal trago espectral lo combatí con una gloria que saboreé despacio. En efecto, sólo se había tratado de una especie de pesadilla, eso sí, en plena vigilia, en una tarde navideña.