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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: Aquella Cabalgata de la duda

“Melchor, Gaspar, Baltasar; / tres magos, Baltasar negro; / noche negra, van los magos;/ y el negro mirando al cielo;/ de las estrellas se ríe,/ y la blanca luna, espejo,/ se le ríe, se le ríe,/ y el Niño al ver mago negro/ se echa a reír y su risa/ mece al pesebre del cielo”. (Unamuno).

“La verdad no se demuestra; se sueña. Sólo se demuestra la mentira”. (Rafael Barret).

“Nuestro corazón tiene la edad de aquello que ama”. (Proust).

 

Cabalgata de la duda, porque pocos meses antes, alguien nos había dicho que los Reyes Magos eran los padres. Duda que se disipó aquella tarde-noche del cinco de enero en la Plaza de la Escandalera ante la emoción de todo el ceremonial desfilando y cabalgando. Poesía y verdad, que diría Goethe. La verdad estaba en lo escenificado, porque era lo que transmitía emoción y no desengaño. La emoción pudo con la duda. Corazón y cabeza, dicotomía que en un niño tiene un claro ganador. La carroza del Rey Melchor detenida, los caramelos, el revoltijo, las risas, la alegría desbordada de quienes asistíamos al espectáculo, el regocijo de toda una puesta en escena de la magia. Venían a visitarnos. Actuaban para nosotros. Su mera presencia constituía un obsequio en toda regla. La liturgia de lo representado en la calle confería verdad a aquello, no podía ser de otro modo.

¿Cómo olvidar el momento en el que me quité los guantes para aplaudir? ¿Cómo olvidar el momento en el que saboreé una galleta pequeña y esférica del revoltijo? ¿Cómo olvidar el hechizo que para mí supuso el hecho de que la Cabalgata se detuviese allí para nosotros, para todos los niños de Oviedo que allí estábamos esperando la ansiada parada?

Y es que, al quitarme los guantes, el frío de la tarde-noche ya había desaparecido. Y es que yo no quería que la Cabalgata acabase. Y es que, al ver desplegarse serpentinas en un momento previo a la parada, el guiño era inequívoco. Nosotros, los niños, éramos los protagonistas del festín. Nosotros, los niños, éramos los homenajeados. Y es que, de algún modo, me di cuenta de que había sólo una noche en el año en la que lo obligado no era dormir, sino soñar, en la que los niños teníamos bula para el insomnio.

Pero, ante todo y sobre todo, aquel 5 de enero vi con claridad que la Cabalgata no era el aperitivo de la noche mágica, sino su momento –nunca mejor dicho- estelar.

Magos guiados por una estrella, magos que hacían un larguísimo recorrido. Como todo lo que acarrea sortilegio, aquello no sólo venía de lejos, sino que además tenía una hoja de ruta guiada desde el firmamento por una estrella que se aliaba con nosotros. Teníamos, pues, una especial protección tejas arriba. La estrella que guiaba a los magos garantizaba nuestros sueños.

Aquella cabalgata de la duda. De repente, el embeleso podía más que ningún testimonio encaminado al desengaño. De repente, me sentí parte de un ceremonial que consagraba sueños infantiles. De repente, los Reyes Magos eran toda una aparición constatada y atestiguada. E iban cargados de regalos que hacían cumplir los sueños.

De repente, los recuerdos más inmediatos se agolparon. ¿Cómo no tener presente el momento tan cercano en el que le había entregado la carta a Aliatar, momento marcado por la duda de que los Reyes eran los padres? Aun así, lo cierto fue que me gustó aquel ritual, al ver que depositaba mi carta en una especie de cesto de mimbre, al lado de otras muchas. Entre todas ellas, me figuré que harían fuerza suficiente para que los niños fuesen escuchados, para que los sueños encontrasen en los juguetes que se demandaban una viabilidad real.

El mundo, claro está, era un juego, un escenario de juegos, en el que hacían falta los instrumentos donde nuestros sueños encontrasen las herramientas que los pusiesen en marcha, herramientas, claro está, que eran juguetes.

Vuelvo al momento en el que entregué la carta, al momento en el que, por decirlo así, formalizaba mi petición de un traje de romano, con el que me sumaba al paisaje navideño, que era en gran parte paisaje cinéfilo. Las películas de romanos eran para aquellos días. Las de indios y vaqueros, salvo excepciones, para el resto del año.

La gran verdad estribaba en que la guerra era mentira. Y en aquella ficción, claro está, siempre ganaban los buenos. Las películas de romanos ponían ante nosotros la grandeza y el esplendor de un tiempo. Las miserias e injusticias, o bien eran derrotadas, o bien no merecían ser captadas por nuestras oníricas entendederas.

¿Cómo no tener presente, al hablar de esto, el regreso a casa tras el hechizo de lo contemplado deseando creer que todo aquello era verdad? No era la primera Cabalgata a la que acudíamos, pero lo cierto es que, a diferencia de las anteriores, no sentía prisa alguna por regresar a casa, ni siquiera deseaba que llegase la luz del día para el sublime encuentro con los regalos.

Iba embebido por la Cabalgata. Todo lo demás lo vivía como un alejamiento del ritual, alejamiento tan involuntario como inevitable.

Al acostarme, sabía que iba a estar despierto, al menos hasta el momento de escuchar los ruidos propios del instante en el que se depositasen los juguetes en el mirador de casa. Con la almohada como confidente, abrazado a ella, con los ojos cerrados para que nadie tuviese dudas de que estaba dormido, esperé el desenlace de una larga duda que se quedó congelada al ver la Cabalgata.

Llegó la madrugada. No sólo escuché el movimiento de los objetos, sino también los comentarios de mis padres mientras depositaban los juguetes.

En efecto, los Reyes Magos eran los padres. Pero el prodigio de su recorrido, con la recepción de las cartas, con parada y fonda en la Cabalgata, tenía más fuerza y prestancia que la verdad. Verdad que aún no sabía que se inventaba, como descubriría años más tarde leyendo a Machado. Verdad de un recorrido que, como escribió Hegel acerca de la Historia, seguía la trayectoria del Sol, esto es de Oriente a Occidente.

Pero no fue aquélla un noche de Machado, ni de Hegel, sino del traje de romano, bendecido, a saber cómo, por la Cabalgata, por aquella Cabalgata de la duda, duda que sufrió una amortiguación que la hizo dejar de ser punzante. Y puntiaguda.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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