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Luis Arias Argüelles-Meres

Panorama Vetustense

Recuerdos de Oviedo: Estábamos en el Rivoli

«El hombre moderno cree de forma experimental, ahora, en este ahora, en este valor… para después dejarlo caer. El círculo de los valores superados y desechados es cada vez más grande». (Nietzsche). 

¿Qué pensarían ustedes si les dijera que la primavera en Oviedo suele empezar en plena calle Uría, o sea, en el Rivoli? Sí, entre asfalto, desde un asfalto que, a poco que nos asomemos, podremos atisbar la arboleda más cercana en el Campo de San Francisco.

¿Acaso no han reparado en que en los días en los que llega el sol y, con él, una especie de verano que se anticipa, casi todo el mundo decide solazarse, como si se tratara de un festín ansiado que no acababa de poder celebrarse?

Creo que era por mayo de 1981, como en el Romance del Prisionero, cuando vi por vez primera al poeta Ángel González en la terraza del Rivoli. Y le comuniqué que, en muy pocos días, iba a publicar un artículo sobre su obra en un periódico de esta tierra. Agradecí su amabilidad, si bien debo manifestar una vez más que no pertenezco al privilegiado y amplio séquito de los amigos del gran poeta, porque, como se sabe, en Oviedo son legión, sobre todo después de su muerte. Pero, bueno, ésa es otra historia.

Vuelvo a la primavera vetustense en el Rivoli, vuelvo a esos días que pueden ser de abril o de mayo en los que, por fin, el frío y las lluvias tuvieron a bien concedernos una tregua. Vuelvo, pues, a la fiesta primaveral en Oviedo.

En efecto, estábamos en el Rivoli, parábamos en el Rivoli. Cierto es que, desde dentro del establecimiento, si se tiene la suerte de encontrar una mesa libre cerca de la cristalera, se puede disfrutar –y se disfruta– de un mirador perfecto para observar el trasiego de la calle más comercial de la ciudad. Pero, desde adentro, estamos en una especie de invernadero. Lo auténticamente genuino de esta cafetería es su terraza, cuando el frío no nos castiga, cuando el sol nos regala las primeras alegrías primaverales anteriores a los sofocos –cuando los hay– veraniegos.

Estábamos en el Rivoli –digo–. Era primavera. Ya se habían quedado muy atrás las llamadas rebajas de invierno. El verano aún se nos antojaba lejano. Se trataba, pues, de una especie de transición entre el frío y los calores de los que, a veces, conviene protegerse.

Estábamos en el Rivoli, era un jueves de mayo a primera hora de la tarde de 1980. Se habían quedado atrás los exámenes de febrero en la Facultad, aquellos que entonces se llamaban ‘cuatrimestrales’, y para los de fin de curso aún quedaba mucha materia por dar, o eso creíamos.

Era un tiempo en el que la fonética y la sintaxis nos acompañaban casi de continuo. Frase que oíamos la analizábamos sintácticamente, o la transcribíamos en nuestras cabezas. Era un tiempo en el que la semiología nos ocupaba en muchas de nuestras conversaciones.

En efecto, casi todo podía reducirse a signos, casi todo lo que se veía podía ser analizado siguiendo los criterios de Barthes. La obra del estructuralista francés era quizás la última guía que utilizábamos para intentar buscar no ya el nombre de las cosas, pero sí, al menos, el porqué de las cosas, su significado.

Estábamos en el Rivoli. Aunque no era temporada de rebajas, el trasiego de gentes haciendo sus compras, o, simplemente, llevando a cabo el periplo de tienda en tienda, era grande, a pesar de ser aún para muchos la hora de la siesta.

Pero hay que decir que, en la calle Uría, aquel jueves, Vetusta no sesteaba, que seguramente estaba haciendo la digestión de una comida más ligera que la del invierno.

Nosotros y la ciudad, la ciudad y nosotros, ya digo, con Barthes como guía. Acaso pretendíamos observarla con ojos ‘muy siglo XX’, por mucho que, literariamente, no pudiésemos dejar de tener presente la gran novela del XIX en la que Clarín situó su universo literario.

¿Qué era lo nuevo, además de Barthes? ¿Cabía pensar, como entonces repetía Juan Cueto Alas, que ya estábamos en la sociedad de lo efímero y de lo complejo? ¿Era el semiólogo francés la referencia para poder explicar y explicarnos lo que pasaba en Oviedo?

Cierto: todo había sucedido muy deprisa. No estábamos aún en el tiempo de lo pos, o sea, en la posmodernidad, no nos imaginábamos que, al final de la década, se caerían muros y se terminaría el bloque comunista. Ni siquiera estábamos en condiciones de atisbar lo que ya estaba llamando a la puerta, o sea, la llamada ‘movida’ que arrancaría en Madrid pero con destellos que llegarían a todo el país.

Estábamos en el Rivoli, y, más allá de todas las referencias de las que vengo hablando, aquel jueves de mayo de 1980 lo que en verdad tenía potencia era lo estacional. El resto de las cosas acaso no pasase de ser un relleno, un envoltorio para la ocasión.

No llovía en Vetusta. El sol bañaba las hojas de los árboles. Los puestos de helados tenían mucho movimiento y la gente se iba despojando de sus prendas invernales, eso sí, con mucha prudencia.

Estábamos en el Rivoli. Nuestras cazadoras descansaban de nosotros (o nosotros de ellas) y estaban también solazándose dándole la espalda a la calle Uría, frente a nosotros.

Sol y cafés con hielo. Apuntes y libros sobre la mesa como algo más que apéndices de nosotros mismos.

La primavera –reitero– empezó en el Rivoli, también en mayo de 1980. Como ahora, se hizo de rogar, se hizo esperar largo tiempo.

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Sobre el autor

Luis Arias Argüelles-Meres es escritor y profesor de Lengua y Literatura en el IES "César Rodríguez", de Grao. Como columnista, publica sus artículos en EL COMERCIO sobre,actualidad, cultura, educación, Oviedo y Asturias. Es autor de los blogs: Desde el Bajo Narcea http://blogs.elcomercio.es/desde-el-bajo-narcea/ Desde la plaza del Carbayón http://blogs.elcomercio.es/panorama-vetustense/


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