«De improviso, se me habían vuelto indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, de la misma forma que opera el amor, colándome de una esencia preciosa; o mejor dicho, aquella esencia no estaba en mí, era yo mismo. (Proust).
Años setenta. Entre las muchas discotecas que había en Oviedo, Carillón era especial. Primero, por su privilegiada ubicación dentro del mismo edificio del Teatro Campoamor. Segundo, por sus dimensiones, pues se trataba de un local muy amplio que, sin embargo, no resultaba inhóspito, pues tenía un diseño interior que procuraba la comodidad y el bienestar de quienes por allí deambulábamos. Tercero, por lo acogedor de sus asientos y mesas, que no renunciaban a la voluntad de estilo, es más, que la reclamaban. Cuarto, por la pista de baile, que estaba integrada en el local como la plataforma para una actuación. De hecho, aunque no recuerdo haber asistido como espectador, leí en alguna parte que en Carillón hubo actuaciones. Acaso esto último pudiese obedecer a que todo se insertaba dentro de un teatro y, como consecuencia de ello, quienes bailaban podían sentirse, a la vez, actores y público. O, cuando la ocasión lo requería, espontáneos.
Eran los tiempos en los que la consumición estaba incluida en el precio de la entrada. Eran aquellos tiempos en los que no todo el mundo iba a bailar a una discoteca, ni siquiera necesariamente a escuchar música. Eran aquellos tiempos en los que las sesiones de tarde estaban muy concurridas en las discotecas.
Dejando de lado las experiencias y recuerdos de cada cual, tengo para mí que a Carillón no se iba masivamente a ligar, o bien se entraba ya con la correspondiente compañía, o bien se iba a tomar una copa, sin renunciar a nada, pero también sin un solo objetivo en la mente. Y, sobre todo, se trataba de un local con personalidad propia en lo referente a sus dimensiones y a su estética.
Años setenta, insisto, que, como escribí más de una vez, fueron, estéticamente, bastante desafortunados, lo que da más mérito a la discoteca de la que venimos hablando.
Cuando paso por delante de la puerta por la que se accedía a Carillón, es decir, en la fachada lateral del Campoamor que se encuentra frente a Correos, recuerdo algunas de las tardes y de las noches en las que estuve allí.
¿Cómo no recordar la canción con la que se abría el baile lento, con el correspondiente cambio de luces, cuando la gente abandonaba la pista, y quienes iniciaban el baile a un ritmo distinto tardaban en incorporarse lo suficiente para que la pista se viese momentáneamente vacía? Siempre era la misma canción, o, al menos eso creo recordar, y, desde luego, no se trataba de algo empalagoso como solía suceder en otras discotecas.
Tardes con mucha clientela, noches, con menor afluencia de personas. Gentes que estaban de paso por Oviedo y, en algún momento de su periplo recalaban en Carillón, como el lugar de la última copa, como la despedida a un día de asueto y turismo.
La vida de Carillón, si se la compara con la de otras discotecas de Oviedo, fue efímera. Sin embargo, tengo la impresión de que, con mayor o menor frecuencia, toda la gente de Oviedo que estaba en edad de acudir a este tipo de establecimientos, pasó por Carillón.
Además, la época en la que Carillón existió fue la de mayor pasión política. Si la memoria no me falla, abrió antes de que se muriese Franco y estuvo abierta hasta la década siguiente. Pero se diría que la política allí apenas tuvo protagonismo en las conversaciones, que la gente que por allí andaba la dejaba en el perchero, que apenas se habló de política, en aquellos años en los que acaparaba la mayor parte de las conversaciones.
Carillón, acaso un alto en el camino, acaso, la satisfacción que produce estar en un local genuino, acaso, la excepcionalidad de una discoteca en la que la acústica era tan buena que permitía conversar sin necesidad de hacer grandes esfuerzos para hacerse oír y escuchar.
Y vuelvo a su pista de baile, que también servía para actuaciones. Había la distancia suficiente para que fuese posible aislarse de lo uno y de lo otro, según el lugar donde estuviésemos.
Un día de semana de 1978. La hora de Cenicienta ya se había quedado atrás. La letra de la canción era inglesa. Aquella tarde, ETA había cometido un atentado. Y, en los informativos radiofónicos se informaba de cómo iban quedando determinados artículos de la Constitución.
Dos amigas que venían del País Vasco camino de Galicia, habían hecho parada y fonda en Oviedo. Tras un paseo por los pubs del Antiguo, recalaron en Carillón. Dejaron las copas sin acabar en su mesa y decidieron ir a bailar a la pista, bailaban y hacían los coros a las canciones, hasta que cambió la luz que anunciaba el baile lento. En sus rostros, se dibujó un inequívoco rictus de desagrado porque se estaban divirtiendo ellas solas en la pista, en la noche de una ciudad para ellas desconocida.
Regresaron a sus asientos. Terminaron sus copas. Y no sabían muy qué hacer, es decir, si esperar a que terminase la sesión del baile lento, o irse ya al hotel. Y lo cierto es que nunca se arrepintieron de haberse quedado más tiempo.
Cerca de la mesa donde estaban, fueron servidas otras copas, que tardaron mucho en ser consumidas.
La noche, aunque quedaba poco tiempo para el cierre, no había hecho más que empezar.
Aquella semana tuvo más de siete días. Y a ello contribuyó mucho su paso por Carillón.