«¿Quizá me había dormido y soñaba en el interior de una fábula?». (Henry James).
Fue una noche de invierno de 1981, en urgencias, donde esperaba que nos informaran acerca del estado de un amigo que se había caído tontamente mientras se bajaba del autobús. Y los efectos de aquella caída fueron roturas que lo inmovilizaron hasta que lo llevamos a la Residencia. El movimiento de gente y de coches por aquellas estrecheces que conducían a urgencias era continuo, incluso, en ciertos momentos, podría hablarse de histerismo. Por fin, nos dijeron que tendrían que escayolarlo y que, de momento, a nuestro amigo le tocaba mentalizarse de que tendría que servirse de las muletas hasta nueva orden, es decir, hasta la fecha en que le asignaron la primera revisión. En definitiva, nada grave, pero sí tremendamente latoso para un joven de 22 años que nunca había tenido accidentes de ese tipo. Aquélla fue la primera vez en mi vida que me acerqué la sección de urgencias de lo que hoy es llamado el Viejo HUCA.
Una tarde de marzo de 1983. Abandonaba el edificio de la Residencia tras visitar a mi padre que estaba allí ingresado a consecuencia de sus problemas arteriales. En aquel momento, me encontré con una señora de Lanio que iba a ver a su madre que también estaba allí ingresada, en este caso, por asuntos coronarios. No se puede decir que en nuestro encuentro estuviésemos optimistas ninguno de los dos.
Una mañana de 1985, cuando mi padre, ya estaba gravemente enfermo, me encontré, también a la salida de la Residencia, con una tía mía que venía de silicosis de preguntar por el estado de salud de una conocida suya. Era febrero y hacía mucho frío, llovía incesantemente, y la cafetería de la Residencia, cuya superficie no parecía pequeña, sino más bien todo lo contrario, estaba repleta de gente.
La conversación que mantuve con mi tía, por lo que puedo recordar, no debió durar más de cinco minutos. Tras despedirnos, esperé mi turno en la cabina telefónica que estaba muy cerca de la entrada. En ese intervalo de tiempo, tuve una errónea apreciación, en el sentido de que aquel conjunto hospitalario estaría allí siempre funcionando, hasta llegué a imaginarme que, llegado el momento, cuando fuese un anciano, me tocaría pasar por allí antes de despedirme de la vida.
Lo cierto es que, a la vista, no daba la impresión de que las instalaciones estuviesen cayéndose a cachos, no se percibía la sensación de estar ante un edificio ruinoso, y, por otra parte, todo aquello era tan grande que, antes o después, por allí acababa yendo a parar, bien en calidad de enfermo, bien en calidad de visitante, todo el mundo. Aunque se hablase ya de los tiempos de lo efímero, no se adivinaba que tal cosa le fuese a afectar a aquel enorme complejo hospitalario.
A lo largo de mi vida, en calidad de visitante o de acompañante, lo que más frecuenté de todo aquel complejo hospitalario fue la Residencia. Del hospital, siempre tuve un lejano y borroso recuerdo de mi niñez, cuando mi padre sufrió un desprendimiento de retina y estuvo allí ingresado varios días. La imagen que me queda de mi visita al Hospital, que era otro edificio, es ver un momento a mi padre que se había levantado, ya repuesto del susto, a pocos días de que le concedieran el alta.
Y, en aquella mañana de 1985, intenté rescatar todos los detalles posibles del recuerdo que tenía del hospital, pero lo cierto es que se trataba de una imagen muy incompleta, que necesitaba de los datos que me habían dado para que aquello pudiera tener un cierto sentido.
Por otra parte, quiero insistir en que, a lo largo de toda la década de los ochenta, creo que no se contaba con que el viejo complejo hospitalario llegase a tener los días contados, ya que fue a finales de los noventa cuando se pusieron en marcha las maquinarias burocráticas y políticas para la construcción del actual HUCA.
Década de los ochenta, digo, todavía sin teléfonos móviles, cuando la cabina que estaba al pie mismo de la residencia funcionaba continuamente. Década de los ochenta, cuando tuvo lugar el último ingreso hospitalario de mi padre, en 1986, pocos meses antes de su muerte. Década de los ochenta, cuando nació mi hijo en septiembre de 1987.
No se puede decir que la Residencia y Maternidad estuviesen lejos. Muerte y nacimiento, recuerdos muy duros y recuerdos muy gratos, el ciclo de la vida, que muere y renace, la escenificación de lo que cuenta la mejor poesía, por ejemplo, ‘La epístola moral a Fabio’.
Década de los ochenta, con sufrimientos y alegrías, en un entorno hospitalario por el que pasaba todo el mundo en Asturias.
Recuerdo aquel aparcamiento al que se accedía directamente desde El Cristo, que, curiosamente, a pesar del enorme movimiento que allí había, nunca lo encontré completo. Contrastaba la oscuridad de aquel lugar con lo soleado que era el entorno tan pronto se salía al exterior.
En ocasiones, recuerdo la cabina telefónica, las esperas para recabar información, los largos pasillos, el ascensor que tenía tanta cabida, los semblantes arrasados de dolor de muchas personas que iban por allí a visitar a sus enfermos.
A veces, pienso en la soledad y el abandono de todo aquello en el momento presente, en esas noches de silencio dentro y fuera de unos muros que tantos clamores guarecieron.
A veces pienso, en aquella entrada a urgencias, que, según me dicen, tiene maleza. A veces pienso en que gran parte de la intrahistoria de Oviedo y de Asturias está en unos parajes totalmente paralizados y llenos de incertidumbre.
¿Cómo antes?