¿Quien ha dicho que nuestro estado mental o psicológico no influye en nuestro cuerpo? Hasta los médicos, tan remisos antaño, comienzan a admitirlo. Hay miles de evidencias y aquí va una pequeña muestra sacada del acontecer diario. Me encontré por la calle un conocido que lleva viviendo las malas consecuencias de una separación traumática de un hijo y no puede casi ver a los nietos por venganza de la nuera. Tal tormento le ha hecho envejecer, en tan sólo seis meses, varios años. Lo encontré encogido, entristecido y con muchas arrugas en su rostro, ni sombra del hombre esbelto que hasta hace poco tiempo ha sido. Estas tan serias consecuencias han sido producto de la erosión que le ha supuesto vivir y pensar bajo esa losa y de dejarse invadir y llevar de la rabia contenida. El veneno de pensar que no hay remedio, que nada puede hacer contra tal injusticia y que no ha podido evitar el triste espectáculo que tiene lugar delante de sus ojos es lo que ha acabado con su cuerpo y con su gracia.
Sólo es un ejemplo que expresa la importancia de cuidar el contenido de nuestros pensamientos, de lo que tenemos presente en la conciencia, aunque el lector conocerá otros muchos ejemplos diferentes. Se puede argumentar que resulta difícil sustraerse al impacto de algunos contratiempos, pero no es menos cierto que hay que cuidar que los pensamientos negativos, los recuerdos nefastos y las anticipaciones catastróficas ocupen el mínimo tiempo y espacio en nuestra mente. Sumar preocupación junto con el lamento, sumar rabia con pena, con ideas de venganza y con tristeza es un cóctel maldito.
De hacer algo hay que restar mas bien tiempo en que nuestro cerebro se ocupe de las miserias que a todos nos afectan. Hasta la enfermedad prende más fuerte y virulentamente a medida que nos centramos en dar vueltas a lo adverso. Hay que ser muy decidido, tener las ideas claras y actuar con determinación si no queremos asistir al lamentable espectáculo de ver cómo se desmorona nuestro cuerpo, se arruga nuestro rostro, se encoge nuestra figura, se hunden nuestros ojos y enfermamos de angustia, de tormento y de pena. Restar es la palabra, distraer nuestra mente de malos pensamientos y dedicar la mínima energía a lo que nos amarga. Esponjarse, empaparse y obsesionarse con el sentimiento de desgracia es la peor estrategia que podemos usar. También hay evidencias de que cambios positivos ante la adversidad producen algún que otro milagro. Por eso hay que reducir minutos de pensar en negativo o de tener presente el mal que nos afecta, sea el que fuere y decidir prestar atención a lo que nos empuja, nos agrada y estimula. Un estupendo reto.