Sabemos con certeza que los seres humanos somos animales emocionales y que nos movemos fundamentalmente según sea el estado anímico en que nos encontremos. Esto no es nada nuevo pero también es obvio que a veces, a posteriori, tenemos la experiencia y sensación de que nos hemos precipitado y equivocado por dejarnos llevar de esos impulsos. Como quiera que la emoción es un estado que invade nuestro ser e incluso tiñe de color hasta la mente o como un fuego que nos quema, no es extraño que impulsados por ello tomemos decisiones que luego se antojan desproporcionadas cuando no equivocadas e inoportunas. LLevados además de la ansiedad que nos caracteriza se juntan ambos estados y allá que nos lanzamos sin pensarlo dos veces. Pero cuando vemos que ya es tarde, al darnos cuenta del resultado, sobre todo si es adverso, lo mejor es mentalizarse de dejar pasar el fuego, el fogonazo, el calentón y decidir después, una vez enfriado nuestro estado. No es que siempre se yerre decidiendo al compás de las emociones del momento, pues a veces se acierta, pero en los casos de fracaso es mejor concluir que esperar es lo más apropiado y conveniente. Hay algunos estados emocionales en los que hay que cuidar especialmente el no precipitarse. Me refiero a la ira intensa, al rencor, a los celos, la envidia o la ansiedad principalmente. Puesto que las emociones nos hacen impacientes lo bueno es esperar a que cambie el color del sentimiento para tomar algunas decisiones. Lo que vengo a decir es que, puesto que también somos seres racionales, haremos bien en ejercer la racionalidad al menos de vez en cuando y sobre todo cuando nos juguemos algo de importancia. Frente a la incontinencia emocional, algo de continencia y de espera serena.