Mucho se habla últimamente de fijar límites en la educación de nuestros hijos como algo conveniente, pero debía hacerse extensiva la idea a todo en esta vida porque moverse entre límites facilita saber a qué atenerse o disponer de sentido de la orientación y dirección y regula nuestra tendencia a dejarnos llevar de la apetencia o inapetencia como motivación interna.
Fijar límites aumenta la eficacia y el rendimiento y permite una más fácil evaluación de cualquier proceso, progreso o retroceso. Fijar límites facilita la convergencia frente a la disgregación y desaprovechamiento de nuestras energías. Fijar límites facilita la no injerencia en el territorio ajeno y que los demás respeten el nuestro. Finalmente facilita el ejercicio de nuestra disciplina y autocontrol.
Por todo ello fijarlos a los demás y fijárnoslos, siendo lo más concretos y específicos posible, facilita la medición, mientras que los demasiado generales y difusos la dificultan.
No es atentar contra la libertad individual ni contra la salud o nuestra economía. Los límites canalizan la libertad más que impedirla, si están dentro de lo lógico y dentro de un establecimiento razonable son fuente de salud y bienestar, de orden y concierto, de armonía y de fortalecimiento de la voluntad, de eficacia en el logro de los objetivos y de descanso mental para no tener que estar constantemente improvisando medidas de control.
Fijar límites ni es autoritarismo cuando se aplica a los demás ni es excesiva autoexigencia cuando se los aplica uno mismo. Es fuente de bienestar y de inteligencia.
Todo esto no coarta la espontaneidad, la creatividad y la inventiva. Son áreas compatibles y complementarias. No hay que temerlos. Y en esto la naturaleza es experta, casi más que las leyes, con la fama que tienen de limitadoras.