Qué fastidio y qué carga tienen quienes no se aceptan como son o incluso se rechazan. Qué cruz llevan a cuestas, porque pasan la vida lamentando lo que son y deseando ser lo que son otros o ser de otra manera. Viven a caballo entre lo que son y lo que tienen y lo que podrían tener, pero no son o tienen. Viven en constante tensión porque el deseado futuro no es presente ni el añorado o temido pasado tampoco y porque están en un lugar y en un escenario, pero se pasan la vida pensando en otros espacios y escenarios. No se sienten capaces de gozar de lo que son o tienen porque lo positivo que tienen no lo valoran. Y por si fuera poco, dada su escasa autovaloración o autoestima ansían que los demás les valoren y estimen. Viven a expensas de esa estima y si no llega se deprimen. Es decir, están descoyuntados, desajustados. Están pero no están, son lo que son pero no se aceptan. Por supuesto no saben vivir ni encajar las naturales y esperables frustraciones y cuando se presentan las viven como un drama en lugar de vivirlas como parte de los peajes de la vida de las que puede aprenderse y sacar algo en claro. Aceptar y aceptarse no quiere decir que se renuncie a superarse, a mejorar y progresar, a superar limitaciones y encontrar ilusiones. No es lo mismo aceptarse que vivir resignados. Uno debe aceptarse y en lo que no le guste tratar de mejorarlo pero sin renunciar al principio de realidad que dice que lo que hay es lo que hay. Aceptarse como uno es y lo que tiene es la base para aspirar a las mejoras. Es vivir en consonancia con lo que te acompaña. Pero aceptar también lo que nos sale al encuentro desde fuera es un principio de sabiduría. Negarlo es estrellarse contra la realidad y siempre expuestos a que después de esconder la cabeza y volverla a sacar uno se encuentra de bruces con que antes negaba. Aceptar es lo contrario de evitar, de quejarse y el principio de cambiar si se puede el entorno, siempre que sea posible. Aceptar y aceptarse son dos movimientos que permiten apoyarse en lo que hay para seguir subiendo.