A los casi treinta años después de haber estudiado la carrera que le gustaba y donde le gustaba, pero haber fracasado en realizar su proyecto final, después de varios intentos quedó por completo frustrado y le dio por encerrarse en casa soltando por la boca un solo comentario: “Me habeis jodido la vida, en reproche a sus padres. Ellos que no tenían precisamente exceso de dinero y habían hecho un esfuerzo sobrehumano con tal de satisfacer a su hijo en sus expectativas, se encontraron de pronto con ese comentario y la ansiedad les inundó su mente, su cuerpo y su hogar desde esa fecha No entendieron el contenido de aquella dura expresión, fruto de la frustración de su retoño y les pareció injusto. No es nada nuevo. Suele ocurrir con gran frecuencia que hijos que se sienten frustrados al no conseguir sus objetivos y si les salen mal las cosas, reaccionan reprochando a sus padres su fracaso personal sin pararse a pensar bien si lo que dicen es justo o es injusto. El caso es tirar balones fuera, echar la responsabilidad sobre quien se ha comportado con buena intención y mejor voluntad y quedarse tan panchos. No es solo en el ámbito familiar donde se da este tipo de reacciones. Es extensible a otros escenarios. El caso es echar la culpa a los de fuera como si los demás fuesen los únicos responsables de que las cosas vayan mal. En el caso de esos padres es fácil dejarse angustiar por la culpa, aunque hayan procedido con la mejor intención, como mejor pudieron y entendieron. Dos cosas se me ocurren ante casos así: que los padres suelen actuar como mejor saben o creen que deben actuar y por tanto no deberín permitir que la culpa les invada, aunque nadie les pueda quitar parte del sufrimiento. Y respecto a los hijos o a los culpabilizadores sería bueno reprimir ese impulso y no descargar injustamente las frustaciones contra quien no tiene culpa, porque no procedió con ánimo de causar dañoalguno. Sería deseable controlar los impulsos que atacan sin piedad a los demás, medir nuestras palabras en vez de vomitarlas y no pensar que la culpa es siempre ajena, como si el mundo estuviese ocupado por gentes que hacen daño sin pararse a pensar las consecuencias. Un poco de comprensión no viene mal antes de soltar palabras que, como una piedra suelta, no pueden tener vuelta.