En cuanto nos enfrentamos a un problema tendemos a pensar lo duro que nos resultará resolverlo. Tendemos a magnificar su importancia hasta el punto de que, en algunos casos, la preocupación se apodera de nosotros, sobre todo en temas de salud, del porvenir de nuestros hijos o del nuestro propio. En determinadas circunstancias tendemos a pensar no solo que nos será difícil superarlo sino imposible. La imposibilidad y la dificultad se magnifican pudiendo frenarnos por completo, bloquearnos y dejarnos con el alma encogida. Sucede también cuando nos enfrentamos a experiencias que no hayamos tenido y cuya vivencia se nos antoja insuperable o casi. Anticipamos los resultados negativos y no nos vemos capaces de afrontarlos. De esa forma la ansiedad o la angustia dominan nuestra acción empujándonos a evitarlo en lo posible. Que se lo pregunten sobre todo a los hipocondríacos, tendentes a imaginarse ante cualquier dolor que el peor mal les acecha. Pero no sólo en temas de salud. La negatividad tiende a apoderarse de los débiles, inseguros y poco confiados en si mismos y en sus capacidades. El miedo, en fin, hace acto de presencia y tienden o tendemos a cruzar los puentes antes de que lleguemos a ellos. Seneca, nuestro sabio español, lo tiene claro y voy a citarle porque sus palabras describen mejor que yo podría hacerlo el mecanismo psicológico que se activa en cuanto nos enfrentamos a lo desconocido o dificultoso. “El camino no es tan abrupto como algunos se imaginan. Solo la primera parte tiene rocas y peñascos y aspecto de ser impracticable, tal como mucho parajes, vistos de lejos, suelen parecer abruptos y macizos, puesto que la lejanía engaña a la vista. Luego, a medida que se van acercando, aquellos mismos lugares que la confusión visual había amontonado, poco a poco se separan. Entonces, lo que por la lejanía les parecía un despeñadero, se torna ligera pendiente.” Maravillosa descripción y símil.