En las relaciones personales, donde como mínimo hay dos partes, emisor y receptor, que constantemente intercambian los papeles, lo que decimos o hacemos o el contenido tiene gran influencia, pero coincidirá el lector conmigo que las formas usadas por ambos es lo que más suele determinar la reacción del interlocutor para bien o para mal.
Así que las formas, es decir, el volumen y el tono de la voz, los gestos de la cara que se acompañan, justo a los gestos, la mirada, el momento elegido y poco más son los elementos constituyentes de las formas, es decir lo que se ve y lo que se oye.
Las relaciones se deterioran, alteran, los conflictos se crean la mayor parte de las veces dependiendo de las formas usadas.
Estas están muy condicionadas por el estado anímico del que las utiliza y por su impulsividad y por ello, si estamos enfadados o molestos por algo, lo esperable, si no tenemos un cierto auto control, es que no usemos las formas adecuadas al fin que perseguimos.
Ese fin queda desdibujado o no se tiene muy presente al actuar y además las ideas y recuerdos que tengamos actúan como si fuesen duendes y por ello lo que y cómo lo decimos queda muy a merced del sentimiento que en ese momento nos invade.
Los sentimientos una vez más suelen ser el motor de nuestras acciones y determinan el tipo de maneras y formas que utilicemos.
Aunque llevemos razón, si las formas nos traicionan, podemos dar al traste con nuestras relaciones.
Hablar con serenidad, sin levantar la voz y cuidando el tono, más bien despacio y sin muchos aspavientos ni gestos provocadores consigue lo que pierde omitir las buenas formas o maneras.
Cuidar el continente o la fachada es tan necesario como cuidar el contenido.