Toda piedra arrojada a un estanque produce ondas concéntricas que se van alejando hasta la orilla y lo mismo sucede cuando decimos algo o con cualquier acción, solo que esta vez no en el agua sino en el líquido del estado emocional de las personas a quienes alcanza.
Tener en cuenta las consecuencias de nuestros actos, aprender a valorarlas, debería ser un método en el que nos entrenasen debidamente desde pequeños en la familia y en la escuela porque ello aumentaría nuestra sensibilidad para evitar el daño ajeno, innecesario, y aumentaría el autocontrol y con ello evitaríamos de rebote daños para nosotros en la salud, la economía personal y en nuestras relaciones personales.
Pararse a reflexionar en determinados actos sobre las consecuencias que pueden derivarse amortiguaría nuestra impulsividad y nos haría más moderados, más sensatos, más prudentes, más precavidos y se reducirían nuestros lamentos, de haber hecho algo mal por precipitación.
No es necesario, además de imposible, aplicarlo a la mayor parte de nuestros actos pero, si estamos aceptablemente entrenados en la reflexión, es más probable que lo podamos aplicar a aquellos comportamientos que pueden tener más trascendencia.
Como quiera que el ambiente que nos rodea no facilita, sino muy al contrario, la reflexión, el esfuerzo a realizar será mayor, pero merece bien la pena.