Cuando te encuentres abrumado por la angustia y cuando te avasallen los problemas y creas que no tienes salida, procura respirar profundamente y serenarte. No te precipites en la decisión que tomes. Las decisiones bajo estado de angustia, irritabilidad o ansiedad suelen conducir a errores que luego oprimen la conciencia. Por eso conviene esperar a que vayan desarrollándose los acontecimientos y evolucionando las cosas, salvo que haya que decidir con urgencia irremediable.
A veces conviene consultar y contarlo a alguien de confianza que puede darnos algún dato o punto de vista útil. A veces, aunque no se consulte, conviene serenar la mente y consultarlo con la almohada. La precipitación no es buena consejera.
No es cuestión de esperar semanas o meses sino horas o días y sobre todo esperar a tener la seguridad de que la respuesta es la apropiada o idónea.
Decidir en caliente no quiere decir que nos equivoquemos con seguridad, pero es más seguro decidir con tranquilidad y con serenidad dentro de lo posible.
Los demasiado impulsivos y demasiado emocionales, los hiperactivos, tienen mayor tendencia a la precipitación: les cuesta mucho, además de morderse la lengua, pararse a valorar los pros y contras impulsados por la urgencia o por el imperativo del estado emocional por el que atraviesan.
Quienes se acostumbran a valorar las consecuencias de sus actos, que son los menos, tienen más probabilidad de superar el impulso, aunque si están irritados o enfadados, también tienen dificultad para frenarse.
Y no se crea que esto de decidir o no en caliente se refiere a grandes o medianas decisiones. Cualquier decisión pequeña puede generar un torbellino y los consiguientes daños colaterales.
Respirar, esperar, calmarse y serenarse antes de hablar o actuar son actitudes altamente recomendables. Y suele acertar quien las practica.