Las prisas no son buenas compañeras de los viajes diarios. Con frecuencia, llevados del impulso solemos precipitar nuestras reacciones y si bien es cierto que no siempre erramos, pues nuestra intuición nos sirve a veces, a menudo la impaciencia nos traiciona y nos arrepentimos cuando ya hemos hablado o puesto por escrito las palabras ya sea de respuesta, de queja, desacuerdo o lo que fuese, no habiendo lugar después para rectificar y, si lo hacemos, quedando en mal lugar innecesariamente.
Tendremos luego que pedir disculpas no siempre creíbles y habremos gastado munición que no era necesaria.
La impaciencia, alimentada por las prisas de hoy en día, está detrás de muchos errores que serían evitables de habernos detenido unos momentos precisos para ahogar a veces nuestra rabia, frustración o desacuerdo y a veces simplemente la prisa.
Si queremos aumentar el control de nuestras intervenciones, sobre todo cuando se trata de cuestiones que llevan aparejadas consecuencias de orden medio o alto, lo mejor es mentalizarse para esperar hasta que la intervención sea la adecuada.
Contra la impaciencia, la paciencia y la paciencia implica esperar, reflexionar, valorar, evaluar y luego decidirse a intervenir, hablar, escribir, actuar.
La espera siempre nos asegura más aciertos y la precipitación muchos errores.
Por tanto esperar, no necesariamente semanas, meses o años. Simplemente minutos o en ocasiones basta con unas horas. En ese tiempo también se puede aprovechar para contrastar con alguien nuestra actuación y quizás nos aporte una visión complementaria. Tiempo habrá de lanzarse a no ser que la urgencia y necesidad perentoria nos empuje.