Una parada a la puerta de un supermercado me ha permitido que a la hora del recreo hay visto acercarse varios grupos de adolescentes de los colindantes centros educativos a comprarse las chucherias o el bollo para reponer fuerzas.
Me ha encantado verlos comer y compartir sus chucherías, vestidos de una forma moderna, con su mochila al hombro y sus modales informales y caras sonrientes, un estilo desenfadado y elegante a su modo que contrasta con el estilo de mis tiempos. Tengo que reconocer que me gusta ese estilo fresco y animado a pesar de sus varios defectos y sus fallos.
Pero esos fallos y defectos, que a veces son gordos, hay que decir que no son culpa suya en exclusiva. Son víctimas de la presión social y sobre todo de no haber sido educados en el respeto a ciertos límites que necesitan para frenar sus impulsos naturales y esperables. Son los padres y los educadores y en general la autoridad ausente en varios casos los responsables de sus excentricidades y de la expansión de su pereza, de la ley del mínimo esfuerzo y de conductas reprobables como que algunos abusen sexualmente de menores que ellos o de sus semejantes en edad.
Sí, somos los mayores los responsables de una educación en la que hay cosas innegociables que tienen que aceptar inevitablemente si quieren ser capaces de hacer frente a las limitaciones que la vida les ofrecerá al cabo de unos años.
He dicho de cosas innegociables, porque hay otras varias que no son esenciales y donde cabe margen de acción para que no se sientan asfixiados.
Todos hemos sido adolescentes y por tanto impulsivos, protestones, quejicas y tratando de obtener ventajas, si se puede, argumentando siempre que otros si disponen de tales ventajas. Hay que entenderlo. Esto no significa que sean totalmente refractarios a las imposiciones. Las necesitan psicológicamente para seguir creciendo como seres sociales, aunque con razón a veces se sientan sermoneados por unos padres pesados en corregir sus errores, sin saber que hay formas de actuación firme sin tanta insistente y cansina corrección verbal. Una vez les imponemos normas, aunque protesten, ellos en el fondo reconocerán que las necesitan. Sí, amigos, cuando se las imponemos por su salud mental lo reconocen y aceptan su lógica salvo excepciones. Aunque también hay padres que rechazan que los educadores se las impongan a sus hijos.
He probado en mis tiempos de dedicación a ese colectivo que agradecían la imposición de límites y me lo reconocieron, unos de manera inmediata, aunque no les gustase y otros al paso de los años.
Esto ha sido siempre así y lo seguirá siendo.
Por todo ello me encantan los adolescentes, aunque reconozco que no es popular ejercer la autoridad en su acción educativa. La autoridad no es imponer autoritariamente las normas esenciales, es imponerlas con firmeza, argumentando su conveniencia y efectos positivos, pero sin repetir cansinamente esa letra de la canción.