No descubro nada nuevo al referirlo. Lo sé y lo sabe el lector. Por nuestra mente pasa a veces ese pensamiento o recuerdo, pero el tema se acentúa cuando estamos estadísticamente al final del camino o vislumbramos que queda poco ya en el horizonte para pagar el último peaje. Es entonces cuando la sensación cobra más relevancia y caemos en la cuenta de que si la vida ha sido breve, aunque hayamos cumplido los setenta, más breve es lo que nos queda por delante.
Es entonces cuando sentimos la necesidad de aprovechar el tiempo casi contra reloj y nos entran las prisas por exprimir lo que nos queda. Y si no nos acompaña la salud la vivencia se vuelve angustiosa y uno se arrepiente de haber dejado pasar mil momentos sin poner atención para aprovecharlos más intensamente.
Impulsados por el ritmo vertiginoso que la vida nos impone diariamente desde dentro o desde fuera perdemos la perspectiva de esa suma brevedad impuesta e ineludible. Porque ¿qué son ochenta, noventa años o incluso cien años sino un pequeñísimo soplo o un suspiro? ¿Y si además son muchos menos?
Por eso, igual que ponemos el despertador que nos avise o ponemos alarmas en el móvil para que nos recuerden ciertos actos, no estaría demás de cuando en cuando poner ciertas alarmas que nos recuerden que el paso por la vida es sumamente breve y hay que recordarlo para no destrozar, ignorar o perder la conciencia de muchos momentos y no arrepentirnos cuando quizás sea tarde.
Los cementerios están llenos de muertos prematuros para lo que deseaban o esperaban y, si despertasen, rápido se pondrían a aprovechar su tiempo.
Ninguno de los que aún estamos vivos queremos perder el tiempo, pero pronto se nos olvida que el tiempo huye y no vuelve por mucho que queramos y hagamos propósito de enmienda.
Somos así de olvidadizos o quizás inconscientes. Somos lo que se dice humanos pero, como la vida se escapa entre los dedos, viene bien recordarlo.