Pruebe a echar sobre un azucarillo unas gotas de agua y verá cómo al instante se desmorona y se derrite. ¿Se lo imagina, verdad? Pues algo así le pasa a quien, cuando está muy airado porque le hemos fallado o molestado, cuando le ves que se le sube la sangre a la cabeza y va a lanzarse a nuestro cuello, te adelantas y le pides perdón y disculpas sinceras. En cuanto que oye la palabra mágica de “perdona”, o “te ruego me perdones, ha sido sin querer”, en líneas generales, notas que su ira comienza a remitir y se va aplacando y es él o ella después quien le quita importancia a lo que en un primer momento le pareció una gran ofensa. Y, como a todos nos gusta que nos den importancia o nos eleven, en cuanto que uno oye que el otro se rebaja, nos alegra y encanta, se relaja la tensión muscular y en lugar de echar mano de palabras y obras de carga negativa nos sentimos proclives a perdonar la vida a quien con su actitud vemos que cede. Por el contrario si uno quiere que el otro se tome la revancha lo que tiene que hacer es mantenerse en sus trece o bajar la ventanilla del coche y sacar la mano haciendo un gesto obsceno. El perdón es además un estupendo lubricante para las relaciones personales y deja a quien lo pide un descanso interior y una paz que sólo quien ha sentido la pesadumbre y el remordimiento anteriormente saben de qué se trata. Dar el brazo a torcer es por lo tanto una habilidad social extraordinaria que nos puede sacar de muchos apuros, evitar el incremento de la actitud violenta y poder seguir manteniendo buenas relaciones tan necesarias para todo. Pero el perdón cuando se pide ha de hacerse sinceramente porque, como el ofendido nota la diferencia, podemos encontrarnos con que, en vez de aplacarse, se irrita más. Algo tiene el perdón cuando es sincero y nace de verdad del corazón. Es como antes decía una palabra mágica. Y la magia consiste en ablandar, en relajar al ofendido y librarse de algún inconveniente de calado. ¿Qué hace falta en ocasiones ser valiente y decidido para pedir perdón? Está muy claro. Sobre todo a aquellos, orgullosos, que tienen por costumbre pensar que el mundo es suyo y que todos les deben reverencias y han de cederles el paso cuando avanzan. Los normales, no tienen mayor inconveniente en pedir perdón y disculparse.