¿Se imagina poniéndose una venda antes de hacerse una herida o cruzando un puente antes de llegar a él? Parece ambas cosas absurdas pero estas frases del
lenguaje coloquial expresan la actitud practicada asiduamente por aquellos que suelen anticipar desastres cada dos pasos y el de en medio. Son los que marchan con la preocupación a cuestas allí por donde pasan. Si sale el hijo hasta la madrugada se lo imaginan asaltado por navajeros al doblar cada esquina. Si van a viajar por carretera ya se ven dando vueltas de campana o estrellados contra un despistado que invade su calzada y si en avión, estrellados contra un bosque en plena niebla pero con el carnet de identidad entre los dientes para facilitar las labores de identificación, como diría el del chiste. Si de su salud se trata, les inquieta un infarto inminente y mientras aguadan en la sala de espera se imaginan que en el sobre cerrado de su especialista se encierra la tragedia. El miedo a lo desconocido, a la sorpresa, junto con la ignorancia, nos hace adelantar males terribles escapando la imaginación a nuestro auto control y sumiéndonos en un mar de angustia y ansiedad. Al tiempo el sueño se perturba, se nos seca la boca, se nos oprime el pecho y la inquietud nos desazona. No somos capaces
de escuchar cuando nos hablan pendientes como estamos de tanto desastre imaginado. Pocas cosas aumentan la ansiedad tanto como anticipar sucesos negativos que parecen probables aunque, si lo pensamos bien, casi nunca se cumplieron a lo largo del tiempo. Por eso, aunque cueste trabajo, es preciso acostumbrarse a suspender nuestros juicios proactivos, al tiempo que
concentramos nuestra atención en aquello que pasa en el momento y que es lo que interesa, cultivar expectativas positivas y convencerse de que todo irá bien y no tentar tanto la mala suerte nuestra. Con ello se consigue que la espera, el trayecto y el paso de las horas y los días sean no sólo soportables sino incluso placenteros y agradables. Hay que esperar que llegue el puente para
cruzarlo. Simplemente.