Hay dos movimientos inversos en los seres humanos: uno el de atribuirse o colgarse las medallas que se han ganado otros, algo muy atrayente aunque un claro ejercicio de violación de la propiedad intelectual y el opuesto y contrario de quitarse de encima la culpa de sus fallos y echarlos sobre otros, sobre las condiciones ambientales o las circunstancias externas, para aligerarse de cargas y de lastres.
El ser humano, en líneas generales, difícilmente asume la responsabilidad de sus actuaciones fallidas. Este movimiento de echar balones fuera, aunque uno sea explícitamente responsable, es más frecuente y algunos en un ejercicio de cinismo y cara dura se quedan tan tranquilos. En general tenemos gran facilidad para sacudirnos la culpa y tendemos a pensar que son los demás los causantes de lo que va mal. No hay más que ver cómo nos pasamos el tiempo quejándonos de los comportamientos de la gente, cuando algo sale mal y cómo les fustigamos.
Negar que tenemos parte o gran parte de la responsabilidad es duro porque a nadie le gusta quedar en evidencia y con el sambenito colgado de la espalda. Somos así de narcisistas, qué le vamos a hacer. Por eso hay poca gente que tenga la valentía de dimitir del cargo que ostenta reconociendo que ha cometido errores o irregularidades y no ha estado a la altura de las circunstancias, de no haber hecho bien los deberes asignados. Sin embargo para que una relación avance satisfactoriamente y en la sociedad sea posible la convivencia civilizada y se genere confianza, no queda más remedio que reconocer las cosas que hemos hecho mal, pedir disculpas y proponernos no repetir los errores de nuevo, aunque ello suponga doblar la cerviz y mostrarnos humildes. Da gusto cuando escuchas a alguien reconocer que un fallo es responsabilidad suya.
Echar la culpa a otros es algo muy sencillo, señalar con el dedo acusador está tirado, pero pedir perdón, reconocer que uno se ha equivocado, rectificar lo más pronto posible, pagar las consecuencias y asumir la responsabilidad civil parece algo más propio de las compañías de seguros. Atribuirnos el fallo, el fracaso, cuando es nuestro, es, además de un acto de justicia, una habilidad social que deja buen sabor a quien le afecta el posible daño creado ya sea directa o colateralmente. También los hay que se echan las culpas de todo en un ejercicio de masoquismo patológico y exagerado, pero esos son los menos.