Afortunadamente desde que comencé hace ya muchos años mi práctica profesional como psicólogo clínico o terapeuta la actitud de los ciudadanos hacia la terapia psicológica ha cambiado mucho, pasando de una cierta resistencia a confesar que se acudía a terapia o a que se supiese, por la connotación negativa que existía, que si ibas al psicólogo es que estabas loco o poco menos o la resistencia a reconocer que uno necesitaba ayuda, se ha pasado como digo a una aceptación casi generalizada de la figura del psicólogo clínico como un agente útil para nuestra salud mental. Eso es digno de celebrarlo porque en efecto esos profesionales pueden ayudar sensiblemente a aliviar el malestar que los trastornos psicológicos y los estilos insanos de vida producen. Sin embargo es preciso reconocer que las terapias que no han evolucionado en la misma medida en cuanto a la duración de las mismas y a la eficacia de los tratamientos, así como tampoco la formación que se recibe en las universidades y en los másters, aunque se haya evolucionado. Todavía abundan demasiado las terapias basadas en la larga exploración de los problemas que afectan a los pacientes y en la escucha activa de su historial clínico y personal, en la conversación dirigida a que sea el cliente quien caiga en la cuenta de lo que le sucede y llegue por si mismo a descubrir la solución de su problema. Terapias en las que comprender y apoyar al pacientes y el “hablar” predomina notablemente sobre la asignación de tareas de cambio, así como en la asignación de tareas destinadas, sobre todo, a que el cliente caiga en la cuenta (esto abunda mucho) de cual es su estado emocional y su forma de pensar para modificarla, no digo que sean inútiles, pero no se puede esperar de ellas resultados eficaces y a muy corto plazo. Hablar es necesario para convencer al paciente de su necesidad de cambio, para ayudarle a tomar conciencia de sus fallos de procedimiento y de sus comportamientos inadecuados, así como de los valores y creencias que subyacen a sus comportamientos, y para orientarle y valorar su evolución, pero no eso es suficiente para obtener un buen resultado. Tienen que provocarse y producirse cambios, lo más inmediatos posibles para que el cliente sienta alivio, que es lo que en realidad necesita y está buscando. Por supuesto que esos cambios deben ser razonados y consensuados con el paciente, pero es ineludible perseguirlos. Por eso tan importante como hablar son las tareas o actividades de cambio que el paciente debe realizar entre sesiones. Ahí radica gran parte de la eficacia de los tratamientos, si el experto sabe bien qué tipo de cambios cognitivos, conductuales, emocionales y fisiológicos debe provocar. Muchas de las reticencias que los psiquiatras han tenido y tienen aún sobre las terapias psicológicas están basadas en que creen que los psicólogos nos dedicamos a pasar tests y hablar fundamentalmente, lo que no es cierto en todos los casos y con todos los terapeutas. Tan negativo es que se carguen las tintas solo en las terapias farmacológicas como en las psicológicas consistentes en que los pacientes sean escuchados y apoyados y descubran por si mismos qué les pasa y cambien. El psicólogo está para algo más.