Siento no ser políticamente correcto, es decir, diferir de la tendencia general establecida en nuestra sociedad respecto a la educación de nuestros hijos y ciudadanos pero me debo a lo científicamente correcto, a la lógica, al mantenimiento de la salud individual y familiar y al orden en la convivencia entre personas. Crecen como setas después de una lluvia de otoño los casos de adolescentes y jóvenes que se imponen violentamente (con violencia verbal o física o ambas) a sus familias (sobre todo a madres separadas o monoparentales) con tal de conseguir lo que les apetece en cada momento. Crece la desesperación en esas casas y de paso en los centros escolares al ver que no pueden frenar esa tendencia tan generalizada. Van en progresión casi geométrica todos esos casos porque la semilla está plantada desde muchos años antes, quizás ya desde el nacimiento o al menos desde que los padres, cegados por un malentendido amor a sus retoños, optan por apartarles del dolor y por tratar de que sean felices a costa de lo que sea y optan por no frenar la presión que sus hijos ejercen sobre ellos con tal de conseguir lo que prentenden. Es lógico que los niños hagan eso. Esa reacción es la esperada, pero los padres y las autoridades deben saber que igual de lógica o más es la reacción de contención que han de ejercer cuando el niño se pasa en su exigencia. Y se pasa cada vez que se pone a gritar, a llorar, a arrojar cosas, a intentar pegar a su manera a sus progrenitores, a insultar si le reprimen, a empeñarse en desobedecer las órdenes que reciben, a insistir y ver que la insistencia surte efecto, a amenazar con marcharse de casa u otras cosas. Es un juego de poderes y el niño NUNCA debe ejercer el poder sobre los padres, porque después lo hará con quien se deje. La educación supone reprimir, además de dar satisfacciones. Es más, reprimir razonablemente es una muestra de cariño y amor bien entendido. Siento ser incorrecto para algunos pero me debo a la verdad y la verdad es esta. No porque yo lo diga sino porque me asiste la razón viendo las terribles consecuencias personales, familiares y sociales que se derivan de una actitud blandengue en las ocasiones en que lo que procede es reprimir deseos e imposiciones nacidas del impulso de la apetencia por la pura apetencia. Lo siento, pero no estoy dispuesto a cambiar de opinión. Ah, y a esto ha contribuido una corriente profesional de psicólogos y pedagogos largamente aplicada (aunque no por todos) de que a los niños hay que quererlos, protegerlos y cuidar de no frutrarlos, pobrecitos. Así nos luce el pelo.