Lo de Cataluña con las obras ferroviarias tiene tela. Recuerden que una -en concreto, para la línea de metro en El Carmelo- armó tal revuelo que puso en la picota a toda la clase política (por lo del 3 por ciento, ya saben…). Ahora, y por las del AVE, se vuelven a repetir turbulencias. El fin de semana ha estado copado por la ministra de Fomento y sus desatinos a la hora de manejarla. Desde el último socavón, la Ministra ha planteado varias medidas a ejecutar que se fueron corrigiendo sobre la marcha. La primera, fue acusar a la empresa concesionaria de convivencia con la oposición para sabotearla, cosa que, en una constructora que trabaja obra pública, resultaría cuando menos suicida. Posteriormente, dijo que su contrato se iba a rescindir, provocando, por cierto, la caída en bolsa de la misma. Ahora, sin embargo, dice que no, que se mantendrá el contrato aunque será auxiliada por empresas de otros tramos. A mí Magdalena Álvarez siempre me pareció una ministra singular. En Asturias dejó tirados a un grupo de alcaldes que pretendían inaugurar un tramo de la autovía hacia La Espina, o no asistió a poner la primera piedra de la mayor obra pública en la historia de nuestra comunidad, a la postre, El Musel. Siempre pasa por las obras como flotando: o no se compromete a nada, o si la hace, como en el caso del AVE catalán, es incapaz de cumplirlo. Si le piden su dimisión responde que “correr es de cobardes” y, en cambio, no se pone colorada porque el presidente Zapatero tenga que ir un domingo a calmar los ánimos y dar la cara. En fin, el dilema que deberíamos plantearnos sobre la Ministra es tan sencillo como sigue, ¿debe dimitir o echarla el propio Presidente a patadas?